LA VIDA NO SE MIDE POR LAS VECES QUE RESPIRAS, SINO POR AQUELLOS MOMENTOS QUE TE DEJAN SIN ALIENTO.

PIERDE EL MIEDO, DA UN PASO ADELANTE...

jueves, 31 de enero de 2008

MARTES, 29-01-08 (Homenaje)

"Morir no es malo para el que muere, pensé; es tremendo para el que queda navegando por la estela que el otro trazó, soportando una vida larga, fofa, despojada del menor aliciente..."

Eso escribió Miguel Delibes en "La sombra del ciprés es alargada", una novela que leí hace muchos años y me marcó de tal manera que todavía recuerdo trozos. En ella, también escribió que hay heroes que mueren en la cama y yo lo sé. A uno de ellos quiero dedicar hoy mi blog. Era mi abuelo, se llamaba José y murió hace diez años.

Nació en algún pueblo de Granada, en una época en que sobrevivir era algo más que una opción de riesgo. Vivir o morir era la lucha diaria. La gente no sabía leer, comía lo que podía, contraía enfermedades que hoy en día se curan con una aspirina, ganaban raramente y perdían con resignación. Vivió una guerra y eligió al bando perdedor. Conoció a una mujer del otro lado del precipicio y la eligió para compartir la vida. Mi abuela era de una familia nacional y mi abuelo, un rojo. Ni por asomo podía consentirse pero ellos se escaparon para poder casarse. Pasaron juntos una o dos noches y al regresar, no les quedó más remedio que solucionar la mancha del honor. Contra todo pronóstico, fueron felices por el resto de sus días. A pesar de las faltas, de las penurias, de las pérdidas y los vacíos... Cuando la supervivencia se convirtió en un escollo demasiado grande, mi abuelo cruzó España de punta a cabo. Se metió en una mina en lo más profundo del Pirineo catalán, en un pueblecito llamado Salars de Pallars, y allí empezó a construir una nueva existencia. Cuando sus raices empezaron a agarrse a la nueva tierra, el resto de la familia se vino detrás. De ahí a Sant Martí de Sesgaioles y luego a Cornellá de Llobregat... En todas partes fue capaz de dejar una huella, un recuerdo, de vivir con dignidad. Y siempre, siempre tuvo los brazos abiertos para todos los que necesitaron su ayuda para empezar de cero en otro lugar. Algunas de esas personas luego le trataron mal, la gratitud es una virtud escasa en estos tiempos, pero jamás le oí decir una mala palabra sobre ellos. A veces, si el tema salía en alguna reunión familiar, simplemente se encogía de hombros y sonreía un poco triste. Aprendió a leer por sí mismo, era inteligente, escribía poemas y leía el periódico todos los días, contaba historias y se reía, siempre se reía...

De él aprendí muchas cosas pero la más importante de todas es que la patria del hombre no es siempre el sitio donde nace, sino donde puede vivir dignamente. Por eso, cuando todos sus paisanos empezaron a jubilarse y comprar casas en el pueblo, él buscó un lugar en el Pirineo de su juventud y allí pasaban largas temporadas mientras la enfermedad y el tiempo le respetaron. Luego... dependía de que los demás también fueramos pero nunca, jamás supe de nadie que no le tuviera respeto. Todo el mundo le conocía y le quería sin fingirlo, era imposible conocerle y no sentir, casi en el mismo instante, cariño. Era sincero y duro, pero no costaba demasiado emocionarle. Le gustaba jugar a las cartas y aunque siempre perdía, su dinero permanecía intacto. Cuando le preguntabas, sonreía travieso: pagaba con tu dinero, de una manera tan disimulada que no te dabas cuenta de nada. No le gustaba el fútbol pero se sentaba a verlo con mi padre. No le gustaban las motos, pero los domingos de verano siempre se tragaba las carreras conmigo y me hacía miles de preguntas.... Admiraba los dibujos de mi hermana y, de manera sutil, protegía a mi madre. Fue un padre para mi padre.

No puedo más que decir cosas buenas de él. Era el nexo de unión de esta familia que, poco a poco, empezó a separarse cuando él murió y casi no nos dábamos cuenta de que era él quien nos mantenía jugando en el mismo campo. Fue después, cuando ya no estaba, que se descubrió. Podría estar horas y horas hablando de él, podría escribir páginas enteras sobre su persona y aún así me quedaría corta, olvidaría cosas y le faltaría color a su retrato. Había que conocerlo para hacerse a la idea de quién era, de qué era...

Hace diez años que se fue pero, de alguna manera, sigue aquí con nosotros. Cuando me pasa algo importante, aunque sólo a mí me lo parezca, pienso que me gustaría poder explicárselo, escuchar sus consejos y oírle reír o regañarme. Si algo me sale bien, pienso que se sentiría orgulloso de mí y si me sale todo del revés, le pido ayuda mentalmente. Sigue siendo una presencia en mi vida y así es como quiero que sea. Una vez leí, o quizás lo escuché en algún sitio, que una persona no muere mientras se la recuerde. Si de mí depende, mi abuelo vivirá para siempre. A veces, cuando pienso en él, siento ganas de llorar a pesar del tiempo que ha pasado. Sin embargo, la mayoría de las ocasiones lo que hago es sonreír, me sienta bien.

Sí que es cierto que cuando alguien muere nos desorientamos durante un tiempo; parece que nos quitan una... capacidad de decidir por nosotros mismos, como si necesitáramos del apoyo del ausente para certificar que obramos correctamente. Luego, a veces rápido y a veces lentamente, volvemos a tomar el mando de nuestras vidas aunque sigamos sintiendo un vacío que cada día interiorizamos un poquito más. Al final es algo tan privado que renuncias a comentarlo hasta con la gente más cercana. Sin embargo, me vais a permitir que hoy haga una excepción y comparta a mi heroe particular con vosotros. Se llamaba José y era mi abuelo. Le hecho de menos y seguramente lo haré toda mi vida pero ¿sabeis qué? Le conocí y ese regalo es algo que agradeceré siempre. Te quiero, llallo; donde quiera que estés, volveremos a vernos.

Mjo

jueves, 24 de enero de 2008

MIERCOLES, 23-01-08 (SE HA ACORDADO DE MI!!!!)

Así de simple y sencillo: está de vacaciones en... algún sitio cercano a la frontera entre Italia y Francia, esquiando con un amigo, y se ha acordado de mí el tiempo suficiente como para hacerse una foto, escribir un mensaje y enviármelo vía móvil para que supiera que había pensado en mí. Punto y final! O no? Estoy con una sonrisa plantada en la boca desde el momento en que lo he visto, tengo ganas de saltar y gritar al mundo lo contenta que estoy pero, a pesar de ese maravilloso sentimiento que me llena y me rebosa, no pongo la mano en el fuego porque podría quemarme. Puede que sea bueno, puede que no sea nada, puede que sea un pasito hacía delante o quizás no vaya a ninguna parte, pero... se ha acordado de mí.

Todo empezó cuando... No sé cuándo ni cómo empezó, esa es la verdad. Este mes de enero ha sido un subir y bajar por una montaña llena de escollos que, en su mayor parte, yo me encargaba de poner y quitar, según el momento del día. La cena de Navidad, saber que no quería dejarnos tiradas, que pensara que estaba guapa esa noche (aunque no me lo dijera a mí, pero se lo dijo a alguien!), que se fuera a Elche a ver a una amiga que yo suponía muy especial y que resultó ser una persona que lo estaba pasando francamente mal, que me contara lo que había hecho ese fin de semana después de que se lo preguntara y sin que me volviera loca de celos, que haya habido un pequeño avance en nuestra comunicación más allá del trabajo, el jueves que me lo encontré como si me esperaba a un par de calles de la tienda y el viernes...

El viernes era el último día de trabajo antes de que se fuera durante una semana a esquiar, como hace siempre. Por la mañana todo fue bien, como ha ido durante los últimos días, pero por la tarde yo me dí cuenta de que empezaba a echarle de menos y eso que todavía andaba por allí. A última hora, se fue a recambios y a mí me estaban esperando, así que me fui sin despedirme. Estando ya en Montmeló, con Trix y Noe, le envié un mensaje al que contestó... y ésta es la sucesión de mensajes... por si se estropea mi móvil y y se pierden!!!!

YO: Como no he podido despedirme en vivo, ahí va! Pásalo de pm, olvídate de nosotros, haz muchas fotos, ten cuidado y cuando vuelvas (entero, plis!) me lo cuentas, vale? Bona nit! Un besote, peque.

EL: Muchas gracias guapísima! Tranquila que te contaré todo lo que te pueda contar y te enseñaré las fotos. Chao!!!!

YO: Cómo que no me los vas a contar todo! Tan amigos sois tu amigo y tú? Jajaja!!!!

EL: Pero no tiene que ser con él, jaja!

YO: Eso será si yo te doy permiso... jejeje!

Y no me contestó, con lo cual volví a esa cantinela de "estás loca, menudo mensaje le mandas, a saber qué ha pensado, si es que no hay manera de que dejes de hacer tonterías..." y demás cosas que se me ocurren a la que traspaso un poquito la línea. Me tiré todo el fin de semana pensando en si habría llegado bien y, claro está, en lo absurdo del mensaje que, al menos para mí, lo decía todo. Entonces llegó el lunes y volver a la tienda sin él, afrontando una semana que preveía larga y dura. Le echaba de menos, continuamente. En verano se fue tres semanas y no tuve la misma sensación, porque entonces necesitaba saber qué sentía y si era real; ahora tengo pocas dudas de que sea así y supongo que me he acostumbrado a tenerle allí durante ocho horas al día, así que notaba su ausencia. Además, todo el mundo hacía referencia a él de un modo u otro: los clientes, Jordi que vino por la tarde, Oscar que me preguntaba sobre algún expediente de venta que había quedado a medias... Una parte de mí esperaba saber algo de él durante la semana pero la otra, la racional que a veces toma el mando, me decía que no pasaría nada ni remótamente parecido. Pasó el lunes, pasó el martes y pasó esta mañana.

Hoy había quedado con Juanma para ir a comer, me llamó el lunes diciéndome que teníamos una comida pendiente y, harta de dejarlo para mejor momento, decidí que cuanto antes mejor. Durante la mañana he ido de culo, entrevista con una candidata para echarme una mano que ha resultado no ser buena (y me siento culpable de haber dicho que no me parecía adecuada!) y no tenía ni idea de la hora que era. He ido a mirarlo en el móvil, he visto que tenía un mensaje multimedia y pensé que sería de Vodafone que me enviaba otra publicidad. Lo he abierto porque lo hago siempre, por si acaso me interesaba, y se me ha escapado una exclamación cuando he visto quién era el personaje de la foto y el mensaje escueto (típico de él!) que le acompañaba: "De momento todo bien!!". Me han dado ganas de llamarle o, como poco, contestarle al mensaje al instante pero me he contenido para no parecer desesperada ni emocionada ni nada por el estilo. He ido a recoger a Juanma, me ha llevado a ver su piso nuevo, he escuchado todo por lo que está pasando y le he dado consejos y algo de apoyo, y cuando ya estábamos sentados en la mesa le he enviado el siguiente mensaje: "Te sienta bien la nieve! sigue portándote así de bien..." del que no esperaba respuesta porque no hace falta. Quedan cinco días para volverle a ver y pasarán mejor que si no hubiera sabido nada de él durante todo el tiempo. Es un avance? El tiempo lo dirá... y mientras tanto, a disfrutar del momento.

A veces la vida, ese animalejo caprichoso, nos sorprende muy agradablemente, no creeis?

Mjo

P.S. Ah, por cierto, me he comprado un coche. El domingo lo recojo, si no pasa nada, así que ya os contaré qué tal se me da!

martes, 22 de enero de 2008

MARTES, 22-01-08 (La historia de María/9)

María me llevó de paseo una mañana de finales de agosto. El cielo se había levantado gris y una nubes blancas, que parecían de algodón, no dejaban de crecer tras las montañas. Hacía un poco de viento pero el calor no bajaba; mientras caminábamos por las Ramblas, esquivando niños en bicicleta y futuros futbolistas, se secó el sudor de la frente con el inefable pañuelo de papel, quejándose por lo bajini de lo lejos que está todo y lo vieja que se ha puesto. Cogida de mi brazo, me contó dónde íbamos.

- Es que me he enterado de que van a hacer un bloque de pisos allí donde estaba mi casa. Todavía está en pie, no sé cómo no se ha caído de puro vieja... Como sea, me gustaría verla por última vez antes de que la tiren al suelo. Hace mucho que no voy por allí y creía que no estaba tan lejos...- Resopló y mientras volvía a secarse la cara.- Anda, siéntate un rato conmigo en ese banco, a ver si recupero el aire...


- Siéntate tú, María; yo voy a buscarte una botella de agua. ¿O quieres otra cosa?- Le dije, con picardía; en medio de la Rambla hay un puesto de helados y sabía que le encantan los de vainilla y chocolate.- ¿Una limonada... un helado quizás?

Durante un momento fingió dudar qué escoger; luego me dijo que el agua estaba bien pero, antes de que me dé la vuelta, cambió de opinión.

- No, mira, mejor un helado. Uno de esos de galleta, que llevan barquillo. ¿Sabes los que te digo?

- Sí, un cornete. ¿De qué lo quieres?- Sonreí, esperando su respuesta. Como siempre, primero me diría que de lo que yo quiera le va bien y luego dirá lo que de verdad quiere. ¡Le gusta tanto dar vueltas!

- Ay, Alex, hija, no sé. De lo que tú quieras. Tengo buena boca, me gusta todo. Pero ya que insistes, de vainilla y chocolate.- Sonrió, satisfecha. - Con avellanas o con almendras por encima.

- Marchando un cornete de vainilla y chocolate, con almendras o avellanas por encima. - Le dejé mi bolso para que lo vigilara; ella lo colocó sobre las piernas y lo cogió con las dos manos; luego miró alrededor buscando algún ladronzuelo potencial y, como no encontró a nadie lo suficientemente sospechoso, me miró y relajó los hombros. - Cuida mi bolso, que tu monedero también está dentro. Vengo enseguida, ¡no te vayas sin mí!
Asintió y yo me marché a cumplir el encargo. En el kiosco había cola; madres que peleaban con sus hijos porque querian el helado más grande del cartel anunciador; adolescentes languidas que mascaban chicle, soltando risitas tontas cuando algún chiquillo les decía algo medianamente halagador y una pareja que se miraba a los ojos, ajenos al movimiento del mundo, seguros de ser los únicos conocedores del amor verdadero. Mientras esperaba mi turno, sentí una punzada de envidia, que tal y como ha vino desapareció.

Desde mi observatorio privilegiado, vi a María en el banco, abanicándose con garbo. Algunas mujeres se paraban a saludarla, casi todas de su misma edad o, cuando menos, cercana a ella. María sonreía, gesticulaba con las manos y movía la cabeza enérgicamente, para dar fuerza a sus palabras.

Cuando por fin me tocó, pedí su helado y mi granizado de limón, pagué y volví al banco sin demasiada prisa. Sentada al lado de María había una mujer que me era vagamente conocida, pero no conseguí ubicarla hasta que estuve prácticamente encima. Era la hija pequeña, la que vive al final de las Ramblas. Aurora tenía los mismas ojos que su madre, vivos y oscuros, y en la comisura de los labios leves arrugas que se hacían más profundas al sonreír. Era la única que no conocía. Ese verano había estado de viaje y había regresado la noche anterior, sin tiempo para pasar por casa de su madre.

- ¡Alex, qué casualidad!- me dijo María, que tiene la mano derecha de su hija entre las suyas. Estaba tan contenta de verla que se hasta se olvidó del helado.- Esta es Aurora, la viajera. Ahora ya los conoces a todos. ¿Verdad que es guapa? Es la que más se parece a mí...

- Mama, por Dios, ¿es que no vas a cambiar nunca?.- Se puso de pie y me dio un leve abrazo y dos besos en las mejillas. - Sigue empeñada en ponerme en ridículo delante de todo el mundo.- Le dio un pellizco cariñoso a su madre en la barbilla y se sentó de nuevo, dejándome un sitio a su lado.- Me alegro de conocerte por fin, mi madre me ha hablado mucho de ti y mis hermanos también.

- Espero que le hayan contado cosas buenas.- Le dije mientras tiendo el helado a María, que lo cogió con cuidado, le quitó el papel de la envoltura y se olvidó de que estamos allí.- Su madre es una mujer fantástica, me parece que no conocía a nadie como ella. Está siendo un verano increíble.

- Nada de "usted", tutéame. La verdad es que no me cuenta más que maravillas: que vas a verla a su casa, que la acompañas al mercado y hasta la has llevado al cine... La veo muy contenta. ¿No te molesta pasar tanto tiempo con ella? La conozco y a veces se puede poner muy pesada... Sobre todo cuando se le lleva la contraria. ¡Es terca como una mula!

- Calla, calla, a la que me descuido te pones a criticarme. - María se puso en pie, con mi bolso colgando del hueco del codo y el helado en la mano.- Anda, que ya he descansado bastante. Vamos a ver mi antigua casa. Aurora, tú también te vienes.

- ¿Esa casona todavía está entera? Pues es como para creer en los milagros. - María la miró ofendida, le molesta mucho que la gente haga bromitas con el tema de la religión.- No, yo no tengo ganas. Mejor me voy a casa, os preparo una buena paella y gazpacho bien fresquito, para cuando volváis de la caminata.

- He dicho que te vienes y te vienes. Hala, vamos...- Y enfiló la Rambla abajo, sin hacernos ni caso. Su palabra es ley y está demasiado acostumbrada a hacer siempre su santa voluntad. Aurora y yo nos miramos y, sabiendo que no hay nada más que hacer, la seguimos.

Las nubes seguían creciendo y el leve instante en que el sol se abrió paso entre ellas, quemaba. Los pájaros estaban inquietos. Esta tarde, a última hora, hubo tormenta y todos agradecimos la lluvia. Hacía falta que se limpiara el ambiente, había polvo de décadas suspendido en el aire.
Caminamos durante una media hora más y, casi donde ya ni el pueblo se puede llamar pueblo, María nos señaló un pedazo de tierra descuidada delante de una casona de piedra vieja. Tenía hundida una parte del techo y las ventanas no eran más que agujeros que nos miraban sin vernos. Ninguna de las tres abrió la boca. Disimuladamente miré a María y vi que apretaba en su mano el pañuelo de papel, la boca apretada en una fina línea y los ojos fijos en el frente. Había visto antes esa expresión en su rostro, es la misma que ponía cuando luchaba contra la emoción o el enfado. Supe que está triste y me arrepentí de no haber sido capaz de convencerla para no ir. De todas maneras, sacarle una idea de la cabeza es una labor titánica que no siempre llegaba a buen fin.

- Madre mía... - la oigo susurrar, luego se vuelve a hacer el silencio.- No me puedo creer que todavía quede siquiera una pared, qué me iba yo a imaginar que estuviera tan entera después de tantos años y...

La voz se le quebró en un sollozo leve y entre nosotras el aire se detuvo. Aurora había pasado el brazo derecho sobre los hombros de su madre; tenía los ojos empañados. Unos minutos después, no sabría decir cuántos, suspiró, le dio un beso a su madre en la sien y dijo que lo mejor era irse. Aquí no hay más que fantasmas, dijo, fantasmas, soledad y polvo.
Hicimos el camino de vuelta en silencio, lentamente. Yo pensaba en mi casa, en la casa de mi infancia, y me preguntaba qué sentiría si al cabo de muchos años volviera a verla a punto de derruir, convertida en una cáscara vacía que se aferraba a la tierra como si todavía tuviera algo que contar y no me gustó la sensación. Aún así, sabía que ni por casualidad me acercaba al torrente de sentimientos que Aurora y, sobre todo, María habían tenido al contemplar aquellas piedras gastadas por años de vientos y lluvias...

Mjo

miércoles, 16 de enero de 2008

MIERCOLES, 16-01-08 (La historia de María/8)

Del viaje en tren, María sólo recuerda las largas horas encerrados en un vagón de madera, viendo pasar campos y pueblos al otro lado del cristal. Tenía la sensación de que no iban a llegar jamás, que el tiempo se quedó parado en el mismo momento en que el tren echó a andar. Sus hermanos pequeños a ratos lloraban, a ratos dormían y a ratos correteaban, molestando al resto de viajeros, primero los dos solos y luego seguidos por una retahíla de niños gritones en pantalón corto y camisa remendada y vuelta a remendar. Se caían, se pegaban, lloraban y pataleaban, pero al poco volvían a ser amigos, como si se conocieran de siempre, ajenos a la mirada de miedo e incertidumbre que los adultos intercambiaban. De vez en cuando venían a pararse a los pies de Encarna y preguntaban si faltaba mucho, que cuánto quedaba. Si el tren se paraba a recoger o dejar pasajeros, daban palmas y gritaban "¡Ya hemos llegado, ya hemos llegado!", con las caritas coloradas llenas de emoción. En cuanto el tren volvía a ponerse en marcha, la ilusión desaparecía, se miraban desconcertados y, durante unos segundos, parecían tan perdidos como los mayores. No les duraba mucho; antes de que el silencio se asentara, volvían a empezar sus juegos.

A mitad de viaje, o de lo que María creía que era un punto medio, Encarna sacó un pan redondo y dorado del canasto que cargaba en las rodillas desde que salieron del pueblo. Como por arte de magia, aparecieron un par de chorizos a medio curar, un buen trozo de tocino salado, una morcilla tierna, algunas lonchas de jamón y un botijo con agua del pozo, que todavía se conservaba fresca. Luego sacó, de un hatillo de ropa blanca que había guardado bajo el asiento, varias peras y manzanas coloradas y hasta higos chumbos, maduros y jugosos. Llamó a todos sus hijos, les colocó un pañuelo limpio en el cuello y empezó a repartir la comida por orden de edad. Primero José, que para eso era el padre, luego Francisco, María, Pedro, Antonio y, por último, ella se quedó con una pequeña porción de pan y tocino. El resto volvió a guardarlo cuidadosamente en el canasto, para la noche.

Encarna sentía que cada bocado era un pedacito de su pueblo, de su vida y sus recuerdos, que cada vez quedaban más lejos, a sus espaldas. Le costaba tragar y sus ojos se llenaron de lágrimas, que intentó contener parpadeando rápido. José se dio cuenta, estiró la mano izquierda y le rozó la mejilla con una ternura que casi había olvidado. Ella sonrió por primera vez desde que perdieron de vista el campanario de la iglesia.

- Todo va a ir bien, ya lo verás, mi amor.- Le dijo al oído y le besó la frente. - Confía en mí...

- Ya lo hago, José; me he venido detrás de ti, sin dudarlo.- Encarna le cogió la mano y apretó fuerte. Seguía sonriendo, aunque una lágrima se derramaba por su rostro, solitaria. Nunca antes había estado tan hermosa; nunca antes la había querido tanto.- Es solo que no puedo evitar tener miedo. Quiero llegar de una vez pero, al mismo tiempo, quiero dar la vuelta. No sé que nos espera y eso me asusta... ¿Crees que soy una cobarde?

- Ni hablar, mujer. Un cobarde se habría quedado en el pueblo, luchando contra la miseria y viendo como perdía la batalla día tras día. Un cobarde no le habría plantado cara a su destino, sino que habría agachado la cabeza para recibir mejor el próximo golpe. Los cobardes se quedan allí, porque es más fácil sentarse en el tranco de la puerta y decir que es ley de vida que salir a los caminos a buscar tu suerte. Nosotros nos hemos ido, nosotros peleamos de frente y ya verás como las cosas nos van a ir mejor de lo que esperamos. Lo siento en el corazón, lo siento bien adentro...

- Pues entonces no hay más que decir. Si tú lo dices, yo te creo. - Encarna se secó los ojos con un pañuelo bordado que sacó de la manga del vestido azul que llevaba.- Y ahora dile a tus niños que hagan el favor de venir a sentarse de una vez, que están volviendo locos a todos. Nos van a echar del tren y a ver qué hacemos entonces... Si hasta tu tío se ha ido a otro vagón, ¡por perderlos de vista un rato! Destrozan a cualquiera...


mjo

martes, 15 de enero de 2008

JUEVES, 10-01-08 (Pensamientos)


Hoy el mundo se ha levantado cubierto de gris. Hay tintura de niebla en el cielo y parece que la primavera, con su aroma de tierra y vida nueva, no va a llegar jamás. Mientras el tren sigue su camino, luces de ciudad pasan sin dejar rastro en la memoria. Mis compañeros de viaje leen un periódico o, simplemente, miran a un punto indeterminado, perdidos en el vacío de sus pensamientos. Alguien debe sentirse feliz y alguno será tremendamente desgraciado. Quizás buscan soluciones a los problemas, sin pensar que cuantas más vueltas dan, tanto más lejos están de conseguirlo. La vida es un animal caprichoso. Creemos que podemos dominarla pero en realidad somos juguetes en sus manos. Cómo saber qué nos espera, cómo hacer planes cuando no sabemos dónde vamos ni si llegaremos. Nos faltan tantos datos... Sobrevivimos, que nos es poco. Cada día es una pequeña victoria, una incógnita despejada. Aún así, nada sabemos. Que levante la mano el que crea conocerse, el que piensa que toma decisiones sin intervención exterior. Todos actuamos por instinto, movidos por la inspiración del momento, buscando una satisfacción que no sabemos dónde nos llevará ni si durará lo suficiente para que realmente sea saboreada. No estamos solos, pero la soledad camina a nuestro lado, esperando, siempre esperando...

Por eso guardo en la memoria miles de recuerdos de luz. Sonrisas, una frase de película, una línea en un libro, una imagen, un roce, tu olor... ¿A qué huelen las nubes?, preguntan en un anuncio ridículo. No tengo ni idea, pero tú hueles a sueños, a caricias, a deseos inconcretos y ansias ciertas. Sonrío más si pienso en tí, aunque a veces quisiera olvidar que estás tan cerca que parece que sólo tengo que alargar las manos para tocar la curva de tus labios. Y sin embargo...

Y sin embargo, estás tan lejos como mis miedos te llevan. Doy un paso adelante y tres atrás. A veces creo, a veces pienso, a veces espero, siempre deseo y sueño y quiero. Eres lo que quiero, como jamás antes lo sentí. Eres ternura en mi alma, dolor en la mente, vacío en el corazón y presencia en mi vida. De mí depende que también seas realidad; de tí, que pierda el temor a cercarme lo suficiente como para que escuche tu respiración.

Mjo

miércoles, 9 de enero de 2008

MIERCOLES, 09-01-2008 (La historia de María/7)

María recuerda que la noche en que sus padres les dijeron que se iban a ir del pueblo sufrió una de sus pataletas, acabó de romper la silla que cojeaba y se fue corriendo a casa de su abuela. Se lo contó todo llorando como si la estuvieran matando y después se quedó allí, de pie en medio de la cocina (olía a tocino frito, qué delicia, me decía), viendo como a su abuela se le iba un color y le venía otro. Luego Francisca se echó una mantilla sobre los hombros y la agarró de la mano. La llevó a rastras todo el camino hasta su casa, sin dejar de echar pestes de su padre y de toda su maldita familia; entró como una tromba en la casita y se encaró con su padre. María dice que allí plantada, completamente vestida de negro como un pajarraco de mal agüero, parecía un ángel vengador y no dejaba de gritar y señalar con el dedo acusador.

- ¿Qué es eso de que te vas y te llevas a mi hija y mis nietos? ¿A santo de qué viene uno de tus andrajosos parientes a deciros lo que tenéis y no tenéis que hacer? ¿A quién le has pedido tú permiso, desgraciado?- Tenía la cara contraída y enrojecida por la rabia, la respiración agitada por la caminata y el moño medio desecho.- Estos no se mueven de aquí así me cueste a mí la vida, que para eso la he parido a ella y los niños son sangre de mi sangre. Se quedan conmigo y no hay más que decir, ¿te enteras?

- Madre, mire que... - Encarna no pudo acabar la frase porque un bofetón la calló de golpe. Todos se quedaron paralizados, con una mezcla extraña de miedo y asombro que no les permitía ni parpadear. María se mordió los labios; empezaba a darse cuenta que ir a buscar a su abuela no había sido tan buena idea.

- Ni madre, ni padre, ni Dios que se plante por delante: os quedáis aquí. Tú, mal nacido, puedes coger el portante y desaparecer. Eso es lo que tenías que haber hecho desde el principio. - Se acercó hasta José, amenazando con un dedo rígido, la cara lívida. Tenía que levantar la cabeza porque era, como muy poco, un palmo más bajita, pero lo mismo parecía un gallo de corral a punto de atacar al nuevo miembro de la familia.- Eso tendría que haber hecho, echarte de este pueblo a patadas cuando tuve la oportunidad. Pero no, me callé pensando que te irías por donde habías venido antes de darnos cuenta, hablé con el cura para que te dejara dormir en la rectoría, te llevé sopa caliente la primera noche. ¡Te cuidé las heridas que traías y ya ves cómo me lo has pagado! Mi hija se queda aquí y los niños también. Ya los sacaré yo adelante, te lo juro por Dios.


Acabó la frase santiguándose. Nadie se atrevió a respirar siquiera, y de fondo se escuchaban solamente los sollozos entrecortados de Encarna. José se dio cuenta de que su mujer estaba sangrando por la comisura de los labios, sangre roja y espesa que le nubló la vista y le dio fuerzas para enfrentarse a esa suegra venenosa que se la tenía jurada desde el día que traspasó el umbral de su puerta, más muerto que vivo, para pedir el permiso para poder cortejar a su hija. Entonces, tal y como ahora, Francisca le había hablado como a un perro, negando toda posibilidad de que ese hecho pudiera producirse, y se río de sus orígenes, de toda su familia; le dijo que no tenía futuro en ninguna parte, que toda su vida sería un muerto de hambre, vagando de aquí para allá sin más posesiones que el aire que respiraba y sus locos ideales; le gritó que Encarna era demasiado mujer, demasiado valiosa para que sus manos de campesino ignorante la tocaran. Le dijo mil millones de cosas que se clavaron como agujas en su orgullo pero, al mismo tiempo, le hicieron más fuerte. Nada de lo que escuchó aquella lejana tarde le importó. Sabía que Encarna le quería, que compartían un sentimiento intenso y verdadero, así que le propuso fugarse durante dos o tres noches, para volver después al pueblo. Los dos sabían que les obligarían a casarse "por su mala cabeza, para salvar el honor de Encarna y dar legitimidad al fruto del pecado", aunque José había prometido que no la tocaría ni por casualidad. No se equivocaron, y no les alcanzaba la vida para saborear la dicha de estar juntos cada día, en lo bueno y en lo malo, como juraron ante el cura.

José apartó a su suegra de un empujón, cogió a Encarna y la sentó en una silla. Luego salió al patio y regresó con un cubo lleno de agua fresca, recién sacada del pozo. Mojó un pañuelo limpio que encontró en un cajón y limpió la cara de su mujer. Un feo moratón empezaba a oscurecerle el rostro y el labio inferior estaba muy hinchado. El bofetón se lo había partido y no podía hacer mucho más que mandar a llamar a Don Manuel, el médico, para que le cerrara la herida y le diera algún calmante. Estaba en un estado tal de nerviosismo que ya sabía que la socorrida tila no iba a hacerle ningún efecto. Envió a Pedro a buscarlo, y después de mojar una vez más el pañuelo y ponérselo en la boca, sonriendo para tranquilizarla un poco, se enfrentó a Francisca. Tenía un torbellino de reproches y frases hirientes en la cabeza, pero no sabía por dónde empezar. Respiró hondo y mirándola a los ojos, habló sin prisa, en tono frío, sin gritarle.

- Ahora sí que quiere cuidar de ellos, ¿verdad? Cuando le ve las orejas al lobo, echa a correr para poner a salvo lo que hasta hace una hora no le importaba un pimiento... Me los llevo conmigo, son mi familia; Encarna es mi mujer aunque a usted le duela. Los niños son mis hijos y se van detrás de mí donde yo decida llevarlos. Y ni usted, ni nadie en este mundo, lo va a impedir ¿lo ha oído? ¿Dónde estaba su preocupación cuando íbamos a pedirle ayuda, cuando Encarna casi se me muere por el aborto, cuando me llevaron preso y ellos se quedaron solos sin saber qué iba a pasarles?- Se calló, sintiendo el corazón latiendo a mil por hora. De repente, descubrió que no había más que decir, que en una sola frase podría resumir todo su desprecio y su odio.- Fuera de aquí, no es digna de entrar en nuestra casa. Váyase y no vuelva más. De todas maneras, haga lo que haga para evitarlo, nos vamos de este pueblo de mala muerte de aquí en tres días. Aprenda a vivir con su parte de culpa, que nosotros ya arrastramos la nuestra.

Francisca simplemente se quedó con la boca abierta, sin creerse que nadie y mucho menos José, se hubiera atrevido a hablarle en ese tono. Jamás, en los cuarenta y dos años que tenía, se había enfrentado a nadie capaz de plantarle cara. En su casa era ella quien llevaba los pantalones; ella tomaba decisiones, para bien o para mal, y consideraba que no tenía nada de lo que arrepentirse. Si alguna vez alguien resultaba perjudicado, se contentaba con encogerse de hombros, mirar hacia otro lado y confesarse con don Julián, el cura del pueblo, que invariablemente la absolvía. Tres rosarios, diez Ave María y otros tantos Padres Nuestros y vuelta a empezar. Buscaba palabras para escupirlas a la cara de esa piedra en el zapato de su tranquila existencia, pero no era capaz de encontrarlas. La voz de Encarna rompió el silencio, leve y temblorosa.

- Madre... Váyase, por favor, que ya ha hecho bastante por empeorar las cosas. - Estaba pálida, la blusa blanca manchada de sangre, los ojos infinitamente tristes y, al mismo tiempo, decididos.- No quiero su ayuda, no la necesito.Ya no la necesitamos. Váyase y déjenos en paz, de una vez por todas.


Francisca la miró fijamente, pero no conseguía reconocer a su hija en aquella mujer vestida con una bata deslucida, manchada con la sangre que seguía saliendo de su labio, atendida por María mientras Francisco consolaba al pequeño Antonio, que lloraba asustado por el jaleo. Sabía que se le había ido la mano, que esta vez había perdido la partida pero iba a luchar hasta que no quedará más remedio que reconocer la derrota. Encarna era su hija más querida, la única que siempre le había dado motivos para estar orgullosa. Desde bien pequeña fue una hermosura, estaba segura de que conseguiría hacer un matrimonio ventajoso que pusiera a toda la familia en un nivel mucho más alto que los demás, pero fue a enamorarse de un don nadie, de un hombre que no tenía más posesiones que el aire que respiraba y el cielo sobre su cabeza pero que, extrañamente, no parecía necesitar más. Se opuso a esa relación con todas sus fuerzas y, cuando fue evidente que no habría manera de separarlos, recurrió a sus amistades para que le ayudaran. Nadie se prestó a su juego, porque José se había ganado el cariño de la gente en muy poco tiempo, con su honradez y sinceridad. Déjalos, le decían, ¿no te das cuenta de que se quieren de verdad y que a tu hija no le va a faltar de nada?, déjalos que sean felices. Pero ella siguió empeñada en arruinar su relación. No les perdonarían jamás la deshonra de tener que casar a su hija a toda prisa; las miradas de desprecio y los murmullos de la gente se grabaron a fuego en su memoria, destruyendo cualquier posibilidad de reconciliación. José se convirtió en su yerno contra su voluntad, y ella se juró no hacerle la vida fácil aunque para conseguir su objetivo tuviera que arrastrar a su hija a la miseria y la tristeza. Habían pasado quince años, ¿o eran ya dieciséis? Y su odio seguía tan vivo como el primer día.

Mientras buscaba palabras para convencer a su hija de que se quedara, Don Manuel apareció con su maletín negro. No necesitó más que un leve vistazo para hacerse a la idea de lo que había pasado. Se dirigió directamente hasta Encarna y le examinó el rostro con atención.


- José, por favor, ¿me puedes poner otro candil en la mesa? Me hago viejo y necesito un poco más de luz, gracias. Francisco, necesito un buen cubo de agua del pozo; cuando lo hayas sacado me pones la mitad en una olla a cocer y la otra me la traes. María, tú que seguro sabes dónde guarda tu madre los paños limpios, anda y tráeme un par para mojarlos y ponérselos en la cara, que no se le hinche más. Ah, y dale a tus hermanos pequeños estos caramelos que encontré por casa. No se me olvida lo que le gustan...
De un plumazo y mientras sacaba sus potingues e instrumentos médicos, Don Manuel puso a todo el mundo en danza para que nadie tuviera tiempo de pensar en más reproches. A la luz de las cinco velas, fue abriendo botes, desenrollando vendas, sacando hilo y agujas, mientras Encarna le observaba con los ojos muy abiertos, asustados y llorosos.


-¿Me va a doler, Don Manuel?- preguntó con un hilillo de voz.

- Bueno, hija mía, ya sabes que todo lo que escuece cura, pero vamos a intentar que dure poquito... Con el agua fría se te dormirá un poco la cara, así no lo notarás tanto. Será sólo un momento, ya lo verás. - Puso una aguja a calentar a la llama de la vela, hasta que estuvo al rojo vivo.- Así la desinfecto, para que no haya ningún problema de más. Gracias, María.

Don Manuel cogió el paño blanco y lo sumergió en el agua hervida que Francisco había traído. Con mucho cuidado, lo pasó por la cara de Encarna para limpiar todo rastro de sangre; después mojó el otro en el agua fría y le dijo que lo mantuviera durante unos minutos sobre la herida. En medio del silencio, procedió a enhebrar la aguja para poder suturar el corte, sintiendo seis pares de ojos fijos en cada uno de sus movimientos. Su pulso tembló levemente, respiró hondo y, finalmente, acertó. Ajustó las gafas sobre el puente de la nariz y sonrió para dar ánimos a Encarna, que le observaba aterrorizada. Se concentró en su trabajo y antes de darse cuenta, había terminado.

- Te has portado como una auténtica campeona, de verdad que sí. - Dio una palmadita en la mano de Encarna, que seguía agarrando su mandil como si fuera su única amarradera en la vida.- Ahora te vas a tomar esta pastilla que es para el dolor y para que no se te infecte la herida, y te voy a dejar unas pocas aquí, para que te tomes una cada seis horas. - Empezó a recoger su instrumental y a retirar los trapos ensangrentados de la vista de los niños.- Procura no mojarla, que esté lo más limpia posible de polvo; mira, te dejo también algunas gasas para que te lo tapes ¿de acuerdo? Y te acuestas, que necesitas descansar. Que te preparen una tila, bien azucarada, pero no te la tomes muy caliente que tienes toda la boca muy sensible. No soy dentista pero me parece que tienes algún diente suelto; habría que mirarlo bien. Intenta no hacer demasiadas cosas mañana y no te olvides de tomarte las pastillas.


Encarna asentía despacio a todas las frases, conteniendo las lágrimas que no había soltado mientras la cosían. No iba a dejar que su madre viera el dolor que le había causado. A su espalda, María trajinaba con las ollas y la tila, rezando para que su mundo dejara de dar vueltas. En cuanto Don Manuel dio la primera puntada, su estómago empezó a moverse arriba y abajo, y no acertaba a averiguar cómo no había vomitado las lentejas de la cena. Además, la culpa la estaba matando. Quizás por primera vez era capaz de ver a qué extremos podía llegar la rabia humana cuando el odio y el despecho se mezclaban. No podía olvidar que su madre estaba tumbada en la cama, un paño mojado sobre el rostro, porque ella había ido donde su abuela con el cuento y eso le dolía en el alma. Le costaba apartar la mirada del suelo y estaba segura de que, más temprano que tarde, le iba a caer una buena por lo que había hecho y tendría que aceptar el castigo sin abrir la boca. Casi temblando, escuchó como su padre le pedía al médico que aceptara el dinero que se había ganado y como éste, al igual que siempre, lo rechazaba.


- Ni escuché la puerta cerrarse, tan preocupada estaba imaginando lo que me iba a pasar, que casi me muero cuando me puso la mano en el hombro. Se me fue un respingo y el corazón empezó a latirme a mil por hora, ¡parecía que se me iba a salir por la boca! Esperaba el bofetón pero sólo me acarició la cabeza y me mandó a la cama. - María se encogió de hombros, todavía asombrada.- Me di cuenta entonces de que mis hermanos ya no estaban allí, debían estar acostados. Sólo quedaba mi padre, mi abuela parada en el mismo sitio y yo, retorciendo el trapo con las manos. Mi abuela y mi padre se miraban a los ojos y yo salí corriendo, sabiendo que iba a haber tormenta a no tardar mucho. Y no me equivocaba... Sin levantar la voz ni una mijita, se dijeron las verdades a la cara, midieron sus fuerzas y acabaron por darse por vencidos los dos. En una situación como aquella, no había ganador posible. Sé todo lo que hablaron porque... Eje, me quedé despierta detrás de la puerta, para enterarme de todo. De todas maneras, no era capaz de cerrar los ojos, ¿cómo iba a poder dormir? ¡Si estaba que botaba de nervios!


Francisca había aguantado la respiración durante largos segundos, segura de que había perdido a su hija para siempre. En silencio, los ojos fijos en la pared agrietada, maldijo una y otra vez su carácter impulsivo y autoritario. Nunca hasta ese momento había sido consciente de los sentimientos que despertaba en la gente. No siempre había sido así. Ella era capaz de recordar, si se esforzaba lo suficiente, una época de su vida en que era dulce y feliz, tenía amigos y se sentía querida por todo el mundo. Después... Cerró los ojos y hundió los hombros, apretando los puños hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Después vino Santiago, Santiago López, con el pelo y los ojos más negros que había visto jamás. Llegó una mañana al pueblo, vestido con un traje impecable y repartiendo sonrisas a diestro y siniestro. No hizo más que mirarlo una vez, pero fue más que suficiente como para que le robara el sueño por las noches y la paz del alma durante el día. Al principio pensó que ni siquiera se había enterado de que ella existía; al fin y al cabo, siempre había tenido los pies en la tierra y era consciente de que no era la belleza del pueblo, ni de lejos, pero sabía que tenía otras virtudes y que las tierras de su padre eran, por si mismas, un atractivo más que suficiente como para que los hombres la miraran con atención.

Un domingo por la mañana, a la salida de misa de doce, Francisca se encontró con Santiago y su inmensa sonrisa, vio con asombro que la saludaba con el sombrero y escuchó su voz profunda pidiéndole permiso para acompañarla hasta su casa. Ella sintió las mejillas arder y sólo acertó a asentir con la cabeza. Fue la primera vez, y los domingos siguientes el ritual se repitió. La imagen de la pareja, vigilada de cerca por la vieja sirvienta, se hizo familiar en el pueblo y la gente dejó de prestarles atención. Al cabo de dos o tres meses, Santiago fue recibido en la casa como invitado de honor en la comida de Navidad y, a finales de febrero, pidió la mano de Francisca que, para entonces, ya estaba perdidamente enamorada de aquel hombre que era capaz de encender sus sentidos con la más leve caricia, que le hablaba en susurros de cosas que, evidentemente, eran pecado pero que parecían deliciosas y que le prometía amor y fidelidad para el resto de sus vidas. El padre de Francisca, Eustaquio, no estaba demasiado convencido pero Santiago parecía tan sincero y su hija caminaba flotando sobre el suelo, así que dio su consentimiento y fijaron la fecha de la boda para el mes de julio. Francisca creía que iba a estallar de felicidad; cada día traía una novedad excitante. El tiempo que no gastaba en bordar sus sábanas, toallas y prendas interiores, lo perdía paseando con Santiago para que todo el mundo viera lo feliz que era y, para qué negarlo, para poner verdes de envidia a todas las chicas que habían suspirado por su futuro marido. Era como atormentar a un niño con un dulce, pasárselo por las narices una y otra vez, para después guardarlo en un bolsillo exclamando "¡es mío y sólo mío!"... Sabía que no estaba bien, pero le daba igual. Cuando se casaran iban a irse a la capital, lejos de toda esa gente sin educación, y no pensaba volver jamás.


A principios de mayo, cuando el tiempo empezó a mejorar y los días se alargaban, Santiago solía cenar en la casa y después tomaban el café en la terraza, a solas pero vigilados desde el salón por sus padres. A una hora prudencial, decente, le acompañaba hasta la puerta y allí se despedían con un casto beso en la mejilla. Una noche sin luna, un leve roce en los labios se convirtió en su primer beso de verdad. Al día siguiente, el beso fue más intenso; al siguiente, le acompañó un abrazo estrecho y al cabo de una semana, Santiago se atrevió a abrir sus labios con la lengua, ganándose un bofetón bien dado. Francisca se fue sin decirle buenas noches, hecha un mar de lágrimas, pero al día siguiente todo había sido olvidado y al llegar al portalón, fue ella la que se lanzó a sus brazos ansiosos por sentir más y más... Y claro, pasó lo que no tendría que haber pasado jamás. Santiago le dijo que no pasaba nada, puesto que se iban a casar en menos de un mes y nadie tenía por qué saberlo, ¿qué hay de malo en ello? Y ella le dijo que sí, que sí una y mil veces, que iba a ser su marido y que ese sería su secreto. Durante quince noches, Francisca saltaba por la ventana de su habitación y caminaba de puntillas hasta el pajar, al otro lado del patio, donde Santiago le esperaba con la camisa desabrochada y las manos llenas de caricias inventadas. Se despedían antes de que amaneciera, ansiosos de que llegara la noche para volver a verse. La noche antes de la boda no se vieron para no romper la tradición. "Ver a la novia antes de la boda trae mala suerte, mi amor, será sólo una noche", y así lo hicieron.


Aquel domingo soleado, Francisca esperó y esperó a Santiago. Vendrá, decía cada vez que alguien le preguntaba, vendrá ya mismo. Al pie del altar mayor, envuelta en tules y encajes de un blanco inmaculado, fue perdiendo color y sonrisa mirando la puerta de la iglesia hasta que no le quedó más remedio que reconocer que su novio deseado no iba a aparecer. Una lágrima, una lágrima solitaria se derramó por su mejilla y sin decir nada, dejó el ramo de rosas marchitas en el suelo, se arrancó el velo y se marchó pasillo adelante, sola e inmensamente triste, en medio del silencio de los invitados. Sus padres la seguían a distancia, esperando el momento en que se derrumbara. Al llegar al centro de la plaza, miró al cielo y se desmayó. Cuando despertó, a solas en su cama de señorita, sintió que la llenaba todo el odio del mundo y se prometió a sí misma no volver a amar a nadie, jamás, nunca jamás. Y cumplió con su promesa, empleando su fuerza de voluntad en no fallar. A finales de ese mismo año se casó con un don nadie al que pudo manejar a su antojo, le dio cuatro hijos de los cuales sobrevivieron dos, Encarna y Esteban, y cuando su marido murió al caer de un caballo simplemente se encogió de hombros. Lo enterró junto a sus dos hijos fallecidos en el centro del cementerio, les construyó un panteón digno de reyes y siguió adelante con su vida. Acabó convirtiéndose en una mujer legendaria, con un carácter de acero a la que no temblaba el pulso si tenía que denunciar, amenazar o arruinar. Le daba igual siempre que consiguiera su objetivo: salirse con la suya. Y a fe de Dios que lo consiguió con creces. Ya nadie recordaba a Santiago ni su desengaño, y ella tenía que esforzarse en reconocerse en aquella jovencita que murió al mismo tiempo que su amor, pero cuando José llegó al pueblo y Encarna se enamoró, toda la historia pasó por sus ojos en un instante y se propuso evitar que a su hija le pasara lo mismo. Buscó en José la misma dobles que en su amante desaparecido, le atribuyó los mismos pecados aún antes de que los cometiera. Se equivocó al juzgarlo pero, como siempre, se negó a reconocerlo y en vez de perdonar y olvidar, se puso a juntar odio y veneno para echarlo en el momento adecuado. Y el momento había llegado, por fin. Respiró hondo, se envolvió apretadamente en la mantilla bordada y habló, sin elevar la voz:

- Se van a quedar, digas tú lo que digas, y es mi última palabra. No hay más que hablar. - Empezó a andar hacia la puerta, segura de que había vuelto a ganar otra guerra. José se plantó en su camino, el rostro moreno serio como nunca antes.

- Sabe tan bien como yo que aquí no tiene nada que hacer, que es mi familia, mi familia,- recalcó las palabras con un golpe de puño en el pecho- y ni usted ni nadie puede evitar que nos vayamos. Es lo mejor para todos, para usted también. Una preocupación menos, si es que alguna vez le importaron en algo su hija y sus nietos. Salga de aquí, de una vez por todas, y no venga ni a despedirnos a la estación. La casa puede quedársela, es lo único de Encarna ha sacado de usted. Váyase, "madre".

José no pronunció la palabra: la mordió, la estrujó, la cubrió de desprecio y luego la dejó tirada a sus pies. Se dio media vuelta y empezó a apagar las velas, dejando claro que no había nada más que decir. Después se sentó en el borde de la cama, que crujió bajo su peso, se desnudó y se deslizó entre las sábanas blanqueadas al sol. Francisca se quedó allí, plantada en medio de la oscuridad, sin saber qué más podía hacer para herir a aquel hombre que le quitaba, por segunda vez, lo que más quería en su vida. Procurando no tropezar con los escasos muebles, se dirigió al hueco de la puerta, iluminado por la luna. Antes de cruzar el umbral, volvió la cara hacia el lugar por donde creía que estaban los esposos.

- Te arrepentirás de esto, desgraciado; te arrepentirás todo lo que de vida te queda. Te quedarás solo, sin nada, arrugado y triste, y te acordarás de este día. - Se besó el pulgar y luego escupió al suelo.- Por Dios que lo vas a pagar

.
Y se fue, cerrando de un portazo. En la casita se hizo el silencio, hasta que María pudo escuchar a su madre llorando. Con ese sonido y la voz de su padre consolándola en susurros, se quedó dormida. Seguramente, soñó con un futuro incierto.


Mjo

P.S. Por cierto ¡FELIZ AÑO 2008!!!!!

miércoles, 2 de enero de 2008

VIERNES, 28-12-07 (Los Santos Inocentes)

...O cómo caer en la trampa que tú misma te has puesto. En eso, seamos realistas, soy muy buena. El mundo se ha perdido una gran actriz dramática, no creo que haya alguien en el mundo tan capaz de convertir en una tragedia griega cualquier cosa que le pase.

La semana pasada me despedí con los dedos cruzados y el corazón latiendo a mil por hora. Había llegado la cena de Navidad de la tienda, Dani llevaba una semana siendo encantacdor y maravilloso, yo tenía un vestido perfecto para esa noche y muchas esperanzas de que ocurriera algo significativo. Durante todo el día tuve la sensación de que se avecinaba un desastre, que algo iba a pasar y que mi noche soñada sería una pesadilla. ¡Por qué no tengo esa premonición cuando relleno la Primitiva o compro un número de lotería! Intenté calmarme, ignorar ese sentimiento de pánico absoluto que tenía y relajarme para disfrutar de la noche y casi lo consigo. Cerramos la tienda a las 19'30 más o menos y me vestí, me maquillé con todo cuidado y me subí a mis zapatos de tacón de 11 cms., dispuesta a comerme el mundo y, de postre, zamparme a Dani.

Como aperitivo, nos pasamos por el italiano a ver si mi disfraz de "femme fatal" funcionaba y la cara de Davide me confirmó que así era. Eso y la copa de vino blanco que me bebí me calmó un poco y, a la hora señalada, nos fuimos al restaurante. Ahora voy a pasarme un poco de creída pero es la falta de costumbre! Me encantó que cuando entré todo el mundo me dijera que estaba muy guapa y elegante. Menos mal! Parecía que el esfuerzo había valido la pena... ¿He dicho "todos"? Bueno, pues rectifico: todos menos Dani, que no había llegado todavía. Nos sentamos a esperar a los que faltaban y cuando él llegó, mi castillo de arena se derrumbó de un soplido. En cuanto le ví supe que no iba a pasar nada o, al menos, nada bueno. Estaba serio, ni me miró, casi ni se acercó, se sentó al otro lado de la mesa y yo sentí que me desinflaba como un globo viejo y gastado. A partir de ese momento, todo fue de mal en peor, hasta que llegó tan hondo que ya no podía ir a más.
Teóricamente, después de cenar nos íbamos a ir de copas con ellos. Al menos, eso es lo que me dijo. En la práctica, lo que pasó fue que se marcharon en cuanto se acabó la cena. ¿Increíble? Ya, pero cierto. Cuando escuché que decía que se iban, se que mi cara demostró lo muy enfadada que estaba y me importó un pimiento. ¡Me dolió como una traición! Se perfectamente que se dió cuenta, no intenté disimularlo a ver si así conseguía que se sintiera culpable al menos durante una décima de segundo. Se fueron a recoger la moto de Albert ¡a Lleida, coño! Un viernes por la noche, lloviendo a cántaros y con un frío de espanto, la manada de tontos se subieron a la furgoneta de la tienda y fueron a recoger una malta moto a las Antípodas para que Albert pudiera correr una carrera al día siguiente... Me dieron ganas de gritar y repartir algunos bofetones, pero me quedé allí sentada, preguntándome en qué momento el guión había cambiado y por qué lo habían hecho sin avisarme. Me bebí dos copas de cava casi de un trago pero no me hicieron el más mínimo efecto. Está visto, esa noche nada podía salirme bien...

Dani me miraba de reojo, sé que notó lo muy enfadada que estaba y creo que no se atrevía a decirme nada, por si acaso. Debía saber lo de la moto desde el primer momento, si no antes, y por eso se comportó tan raro. Y a pesar de todo, más de una vez noté que me miraba y no son imaginaciones. Pepi me lo confirmó. Así que cuando se levantaron de la mesa y dijo "no le doy besos más que a las chicas" tuve que morderme la lengua por no decirle dónde podía meterse sus besos. Y se fue, sin más. Se fue y yo me quedé sentada en la mesa con cara de tonta, una tonta vestida para matar para nada. No sé cómo pude mantener una conversación más o menos normal sobre quién tenía más posibilidades de ganar el mundial de MotoGP en el 2008, ni cómo fui capaz de sonreír cuando lo único que quería era esconderme y llorar la rabia. Sea como sea, lo conseguí.

Pepi y yo nos fuimos por ahí, a un pub que ella conocía por Marià Cubí, lleno de pijos y con música machacona que no consiguió hacerme sentir mejor. Luego vino la odisea de buscar un taxi en una Barcelona donde todo el mundo parecía haberse puesto de acuerdo para salir a la misma hora, y el dolor de pies que acabó siendo insufrible. A las cinco de la mañana, cansada de todo y de todos, llegué a la tienda. Me cambié de ropa, encendí el ordenador y esperé que llegaran las lágrimas y la hora de coger el primer tren de vuelta a casa. Lo segundo llegó a las seis de la mañana, lo primero me dió tregua hasta estar tirada en mi cama, a salvo del mundo. Lo molo es que cuando se presentó el llanto, lo hizo para quedarse todo el día. Dormí y lloré, comí algo, dormí y lloré de nuevo, hablé con Noe y cuando se hizo de noche dejé de lamentarme. Seguía triste y al mismo tiempo enfadada, pero ya no me apetecía soltar más lágrimas. Me había desahogado, supongo, y lo único que quería era que llegara el día siguiente para empezar de nuevo, no sé dónde ni hacia qué, pero dejarlo todo atrás. Y parece ser que lo conseguí.

Las fiestas de Navidad han sido un trasiego de comidas, bebidas y familia que me han dejado el estómago del revés y el alma cansada de tanta hipocresía. Con alguna que otra honrosa excepción, tengo la sensación de que todos actuamos durante horas, para mantener la imagen de familia feliz que en estas fechas tanto se repite. Sin embargo, cada año aprendo un poco más a escuchar menos y quedarme con lo que realmente importa: los recuerdos, las risas sinceras, los halagos que parecen auténticos... y el alivio intenso cuando todo se acaba. Es triste pero real, y no soy la única persona que así piensa. Esto es cada vez más un negocio y menos una reunión fraternal. Y sólo nosotros tenemos la culpa...

El regreso a la tienda fue difícil, ver a Dani por allí me apetecía tanto como que me sacaran una muela sin anestesia, pero creo que el jueves no lo hice del todo mal. Hablé poco y le ignoré tanto como pude, y no creo equivocarme si digo que se dió cuenta de que estaba rara y me dejó a mi aire, buscando conversación sólo cuando era imprescindible. Sin embargo, yo no me sentía tan bien, me daban ganas de preguntarle qué pasó, por qué se había comportado así, pero me dí cuenta de que lo estaba convirtiendo en algo personal y tampoco era como para tomármelo tan a la tremenda. Para más inri, a mediodía me fui a la FNAC para evitar pensar demasiado, y me acompañó un trozo porque bajaba hasta el parking andando. Con la de veces que había intentado que algo así me saliera y cuando menos me apetecía...

Y hoy, cuando ya casi me había olvidado (casi, no hay que pasarse!!!) del tema, ha llegado la explicación que me negué a pedirle. Estábamos hablando con Oscar en la puerta, antes de irme a coger el tren, y comentábamos la cena ya que Oscar no vino porque ese día justamente nació su hijo. No sé muy bien cómo salió el tema, pero Dani dijo "Qué cortada de rollo! Cuando Albert me dijo que se iba a buscar la moto cuando saliera de la cena me cortó el buen rollo". Lo ha repetido varias veces, mirándome, y al final no me he aguantado las ganas y le he preguntado "¿Por qué, tenías planes para después?" y me ha contestado, mirándome directamente, lo que no esperaba: "Pues claro! Ibamos a salir con vosotras y os dejamos colgadas...". A partir de ese momento, no sé qué más ha dicho o que he dicho yo, aparte de dejarle caer que nos deben una y gorda, porque lo único que podía hacer era darme coscorrones mentales por ser tan trágica, tan estúpida, tan... tan yo!!!!!! Ya sé que no significa nada y me habría gustado que me explicara lo que pasaba el mismo día de la cena y no una semana después, pero al menos no es que se rajaran y decidieran largarse sin más. ¿Rendida? No del todo, pero ese sentimiento por Dani sigue estando ahí. Es superior a mí!!!! Cuando llegué a Calatayud, ví que tenía una llamada perdida suya y le llamé incluso antes que a mi padre para que viniera a buscarme. Con el frío que hacía, porras!!!! Había tenido una duda a la hora de crear una garantía pero ya la había resuelto. Sin embargo, la conversación fue... normal, como las que habíamos tenido hasta entonces. Las cosas volverán a su cauce, lo sé perfectamente, y sé también que para olvidarle necesitaré tiempo y distancia. Sin embargo... Sin embargo, sigue ahí. Está ahí, y no quiero que desaparezca... hasta que tenga que hacerlo, al menos.

mjo