LA VIDA NO SE MIDE POR LAS VECES QUE RESPIRAS, SINO POR AQUELLOS MOMENTOS QUE TE DEJAN SIN ALIENTO.

PIERDE EL MIEDO, DA UN PASO ADELANTE...

viernes, 14 de diciembre de 2007

VIERNES, 14-12-07 (La historia de María/6)

La odisea empezó entonces. En su casa nunca había sobrado el dinero pero a partir de aquel momento las cosas empezaron a ir de mal en peor. No había trabajo, en el pueblo todo el mundo sabía que José había estado en la cárcel y, en voz baja, empezaron a llamarle rojo. Encarna cada vez recibía menos encargos de costura y apenas la llamaban del cortijo para que ayudara en la cocina y a María, simplemente, un día le dijeron que no volviera. Igual hicieron con Francisco; su puesto lo ocupó el sobrino del capataz, un tipo medio tonto que en poco tiempo consiguió que la piara de cerdos enfermara y que la mitad de los animales murieran. Por lo visto, los llevaba a una cañada que no estaba lejos de las tierras del señorito y el pozo en el que bebían estaba contaminado. Todo el mundo lo sabía, pero él andaba mirando las nubes y no se enteró. A Francisco eso no le habría pasado jamás pero ni por esas le devolvieron el trabajo.

- Mi madre fue donde mi abuela, a pedirle ayuda. No quería dinero, sólo que cuidara de los más pequeños mientras los demás buscábamos cómo salir del pozo pero ella se desentendió de todos nosotros. Qué mala mujer, Alex, Dios la tenga donde menos le moleste...

Aquel verano del año treinta y cuatro habían recibido la visita de Roberto, un tío de José que hacía años había emigrado a Cataluña en busca de trabajo y una vida mejor. Contaba maravillas aunque no dejaba de reconocer que al principio las cosas fueron muy difíciles. Eran extraños para la gente del pueblo en el que aterrizaron, les miraban raro por su acento, que provocaba risas, y les costó un poco adaptarse. Sin embargo, a la que la gente descubrió que eran de buena pasta, todos los recelos desaparecieron. Roberto trabajaba en una viña desde hacía cuatro o cinco años, tenía una casa decente y hasta un huertecillo donde plantar sus tomates y lechugas.


- Vente conmigo, sobrino, que allí no te va a faltar trabajo, yo hablo con el encargado de las viñas para que te busque un sitio- le dijo a José pocos días antes de irse. - Es duro, pero si respondes a lo que esperan de ti te pagan bien y con nosotros no te va a faltar de nada. Olvídate de lo que hay aquí, qué tienes si no miseria... Mira a Encarna, mira a tus hijos; Aquí no tienes amigos, te miran de reojo porque ya no se fían de ti, eres un rojo, eres una bomba a punto de estallar. No les debes nada a ellos, tienes que cuidar de tu familia tú solo, ya ves que no puedes contar con nadie más...

José le prometió que lo pensaría, pero tenía miedo de dar ese paso. Pensaba en que no podía arrancarlos a todos del único hogar que conocían y arrastrarlos detrás suyo a un futuro incierto; si las cosas salían mal ¿qué iban a hacer entonces? Se pasó muchas horas sin dormir, dando vueltas a la misma historia una y otra vez, buscando soluciones que en ningún caso se parecían satisfactorias. Encarna no decía nada pero le veía arrastrarse de un sitio a otro, sin apenas comer, suspirando mucho y mirando al cielo como si esperara una revelación divina. Le partía el alma verle así pero por más que se estrujaba el cerebro no encontraba las palabras que buscaba. Dos días antes de que Roberto volviera a su pequeño pueblo perdido, éste se presentó por sorpresa en la casa. Llevaba un pan recién horneado, algunas patatas nuevas, lentejas y un chorizo.

- Que ya sabéis que me voy de aquí a nada, y esto no lo vamos a gastar antes de irnos. -dijo, mientras dejaba sus presentes encima de la mesa.- A vosotros os hará mejor servicio que a mí. ¡Y a ver si te engordas un poquillo, chiquilla, que se te va a llevar el viento!

- Gracias, tío, pero no tenías que molestarte. A ver si os va a hacer falta para el viaje, hombre... - Ante la negativa de Roberto, Encarna sonrió, secándose las manos en el delantal remendado y descolorido. Los niños iban a dar saltos cuando vieran el potaje que les iba a poner delante de los ojos para cenar. - ¿Te quedarás a cenar? Así podrás despedirte de todos, que ya sabes que los niños te quieren mucho.

- No, sólo he venido para traerte esas cosillas. - El hombre se sentó en una vieja silla y se secó el sudor de la frente con un pañuelo que había conocido mejores épocas. Encarna le trajo un vaso de agua bien fría, recién sacada del pozo, y se la bebió con muchas ganas.- Vaya agua que tiene ese pozo, me extraña que no te lo hayan quitado todavía. Es mucho más buena que la que hay en el cortijo, no dejes que se entere el señorito porque tendrás que cocer las lentejas con vino. Mala gente, sí señor, muy mala gente. Ven aquí, Encarnita, que tengo que hablar contigo.

Encarna ya se imaginaba de qué quería hablar; al final, y después de mucho batallar, había conseguido que José le dijera qué le rondaba por la cabeza. En un principio se negó siquiera a plantearse la posibilidad de irse a allí, el pueblo en el que había nacido y del cual no había salido jamás, el sitio en el que quería morir y ser enterrada junto a su padre, que murió siendo ella muy chica pero al que recordaba como una presencia benéfica que compensaba la dureza de su madre. Qué había más allá del campo, del camino que salía de la plaza, de la curva en la que su vista se perdía... Tenía miedo; miedo a irse, miedo a quedarse, miedo a tener que volver con el rabo entre las piernas y el orgullo maltrecho. Y aún así, se sentó en el borde de una silla con la anea medio rota, coja de una pata porque María la había volcado en uno de sus ataques de rabia y José no había podido arreglarla bien. Retorciendo el delantal con las manos rojas y agrietadas, la boca cerrada en una línea firme y los ojos completamente abiertos, supo que su futuro se decidiría antes de darse cuenta, sin que pudiera abrir la boca para decir nada en contra porque el aire, de repente, le faltaba.

- Seguro que mi José ya te ha dicho lo que le propuse hace unos días, siempre te lo cuenta todo o casi todo. - Encarna asintió levemente. El sol entraba por la puerta que habían dejado abierta y calentaba la estancia pero ella sentía frío, un frío desconocido que le agarrotaba la espalda y le helaba el corazón.- ¿Y a ti qué te parece, morena? Ya sé que él no va a hacer nada si tú no quieres, así que te lo pregunto a ti: ¿tú quieres irte para intentar, al menos, sobrevivir, o quieres quedarte en este agujero esperando que la suerte te cambie aún sabiendo que no lo va a hacer?

Encarna miró por la puerta. El silencio se hizo dueño del momento, roto únicamente por el canto de las cigarras del campo. Era otro día más de sequía, de vacíos, de malos presagios, de saber que llegaría la noche y, por esa vez, podría poner comida en la mesa pero al día siguiente ¿qué? Otra caminata de José hasta el cortijo, mendigando la faena que merecía, que se había ganado después de tantos años de fiel servicio; María, que se marcharía al despuntar la luz para espigar hasta que oscureciera; Francisco a cargar piedras en la cantera hasta que los huesos le dolieran con cada suspiro... Los pequeños, que correteaban tranquilos por la plaza del pueblo, llegarían con la cara manchada de polvo y las rodillas en carne viva de tanto caerse. Se miró las manos estropeadas, envejecidas, y sintió que el peso de su vida la ahogaba.

- Quiero irme, quiero vivir. - Dijo, en un hilo de voz.- Quiero que mis hijos coman todos los días y no sólo de vez en cuando, quiero comprarles zapatos y pantalones y camisas cuando les haga falta y no aprovecharlo todo hasta que se caen en guiñapos. Quiero que José sonría como antes, cuando le conocí y la vida era maravillosa y me despertaba con besos todas las mañanas, en verano y en invierno. Quiero... Quiero irme, tío, quiero irme de aquí. Nos vamos contigo, mañana o pasado o la semana que viene, pero nos vamos de aquí.

Ni siquiera se había dado cuenta de que estaba llorando, que sus lágrimas caían sobre el delantal y su tío asentía con una sonrisa en los labios. Ella también sonrió, libre por fin del peso de una tristeza que hasta entonces no había reconocido pero que la ataba de pies y manos.

- Esta es mi morena, ya sabía yo que lo harías. - Roberto dio una palmada en la mesa, haciendo volcar el vaso vacío, y se puso de pie.- Ya veo que no hay mucho que recoger así que estaréis listos para irnos en dos o tres días. No hay tiempo que perder, yo cojo los billetes del tren para todos. El jueves por la mañana nos vamos, todos juntos. Mi Dolores se va a poner más contenta...
Abrazó a Encarna y se despidió. Ella se quedó en la puerta, mirando el camino, con el corazón ligero por primera vez en mucho tiempo. Después entró en la casa y empezó a pelar patatas, llenó una olla con agua del pozo y la puso a calentar. Sin darse cuenta, cantaba bajito.

mjo


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