LA VIDA NO SE MIDE POR LAS VECES QUE RESPIRAS, SINO POR AQUELLOS MOMENTOS QUE TE DEJAN SIN ALIENTO.

PIERDE EL MIEDO, DA UN PASO ADELANTE...

viernes, 5 de septiembre de 2008

VIERNES, 05-09-2008 (La historia de María/10)

Me acabo de acordar de que tengo esta historia muy abandonada! Pongamos remedio. Nueva entrega!
Buen fin de semana a todos!
Mjo

Llegaron a la capital un brillante mediodía de principios de septiembre. El tren entró en la estación en medio de chirriar de frenos y silbar de válvulas. Finalmente se detuvo en una vía lateral, junto un andén lleno de personas que miraban con ansiedad los rostros que se asomaban a las ventanillas. Bajaron cargados de maletas y esperanzas, mirando alrededor con los ojos bien abiertos. La gente se arremolinaba con paquetes; algunos se abrazaban y por todas partes se escuchaban palabras de bienvenida. Otros, simplemente, cogían sus bultos y se marchaban sin compañía o miraban alrededor sin saber muy bien dónde estaban ni qué hacían allí.

Encarna llevaba de la mano a los más pequeños, que tenían ganas de echar a correr después de pasar tantas horas encerrados en los vagones atestados. José cogió las dos maletas de cartón y Francisco empezó arrastrar el viejo baúl que contenía la ropa blanca y el San Antonio que su abuelo había regalado a Encarna muchos años antes, cuando ella hizo la comunión. María, por su parte, se peleaba con una cesta donde guardaban la última hogaza de pan, los restos de algunos fiambres y una botella de vino medio vacía. Su mirada cansada apenas podía registrar los detalles que veía; igual que los demás, llevaba demasiadas horas sin dormir y sentía en sus huesos todo el cansancio del mundo. Estuvo a punto de protestar pero se calló en cuanto vio las ojeras de su madre. el vestido negro le colgaba de los hombros. Más delgada que nunca, parecía que iba a desaparecer en un golpe de viento. Miró a su padre buscando una señal de lo que tenía que hacer pero sólo vio que tenía la cabeza alta y que en sus ojos había curiosidad y un leve atisbo de miedo o, quizás, incertidumbre. Fuera lo que fuera lo que les esperara en el futuro, empezarían una vida nueva con el primer paso que dieran fuera de esa estación y ya no había manera de volver atrás. José era orgulloso, ella lo sabía, y no iba a dejar que nadie estropeara la fantasía que tan cuidadosamente había tejido. En ese momento, María tomó la decisión de levantar la barbilla y cuadrar los hombros, dispuesta a afrontar lo que viniera para que su padre jamás tuviera que hacerle el más mínimo reproche.

- Bueno, hasta aquí hemos llegado. ¡Qué ganas tenía de bajarme ya! - Tío Roberto soltó la maleta y se secó el sudor de la frente, resoplando como el mismo tren.- Hay que ver que calor que hace aquí dentro. Dejad las maletas aquí, vigiladlas bien que hay mucho espabilado por aquí. José y yo nos vamos a mirar si ha llegado el Quimet con el carro. Le escribí desde el pueblo porque sé que hace este camino muchas veces, llevando vino. Si ha podido arreglarlo, nos llevará a casa y sin cobrar ni un duro. No os separéis. Encarna, mira que los niños tienen ganas de echar a correr; no vayamos a tener un disgusto por un descuido...

Se perdieron entre el gentío en apenas un instante. Francisco juntó todos los paquetes y pasó un brazo por los hombros de su madre, que sujetaba a Pedro y Antonio con mano férrea para que no se escaparan, para protegerla de un impreciso mal que la acechara. María se sentó en el baúl, cantando bajito y mirando a todos los que se acercaban. Los minutos se deslizaron lentos. El anden seguía siendo un trajín de gente que iba y venía; el tren silbó y acabó por marcharse, dejando una estela de pañuelos blancos que ondeaban en despedidas mudas y luego limpiaban lágrimas de soledad. Un señor vestido con uniforme azul marino y gorra con una insignia sobre la visera se acercó, miró con desconfianza las maletas y a ellos, y después de marchó sin decir nada. A unos metros de allí, una familia parecida también miraba alrededor desconcertada. Una niña de unos diez o doce años se metía el dedo en la nariz y luego lo limpiaba en su vestido descolorido, demasiado grande para ella, mientras observaba a María con descaro. Tenía churretes en la cara, el pelo recogido en una trenza despelucada y los zapatos negros rotos por la punta. María se removió, inquieta; jamás le había gustado ser observada y esa niña desconocida le estaba poniendo nerviosa. Acabó por ponerse de pie y sacarle la lengua. Acto seguido, le dio la espalda y se perdió en la contemplación de la estación.

Sus oídos registraban los silbidos de los trenes que se iban y el chirriar metálico de los que frenaban al llegar a su destino, lo que le parecieron miles de voces que la mareaban. Se alejó unos pasos de su madre y una señora se acercó a ella, creyéndola perdida. Sabía que le había hecho una pregunta por el tono y la expresión del rostro pero no fue capaz de entender lo que le decían, así que dio media vuelta y regresó a su puesto, sentada en el baúl de nuevo. Estaba cansada; sabía que si cerraba los ojos cinco segundos seguidos ya no sería capaz de volver a abrirlos y se esforzaba en mantenerlos bien abiertos. Para distraer el sueño, concentró la vista en el pasillo por el que su padre y el tío Roberto se habían ido, a ver si era capaz de contar cuánta gente entraba antes de que ellos regresaran. Contó hasta setenta y cinco, y el ser que hacia setenta y seis resultó ser José.

Venía hablando con su tío y un hombre bajito, achaparrado y sin afeitar, vestido con unos viejos pantalones negros manchados de barro y una camisa gris remangada hasta los codos. De su boca colgaba un cigarro que, para su sorpresa, no se caía cuando abría la boca. José señaló hacia ellos al acercarse y aquel hombre tiró la colilla al suelo, la pisó con las pesadas botas de trabajo, se pasó las manos por el pelo y dibujó una sonrisa que le dejó los ojos llenos de arruguitas. A María le gustó enseguida.

- Encarna, niños: este es el Quimet.- Todos murmuraron un saludo y Encarna estrechó la mano que se le ofrecía, notándola callosa al tacto; eran manos de trabajador.- Vive muy cerca nuestro y nos llevará en su carro hasta casa. Tardaremos un día, como poco, en llegar así que mejor nos ponemos en marcha antes de que oscurezca demasiado. Pasaremos la noche en una masía de las afueras, donde nos conocen a los dos, y mañana por la mañana seguiremos. Venga, arreando que se hace tarde. Que cada uno coja lo suyo.

Al salir a la calle todos parpadearon, deslumbrados. El sol que iba descendiendo iluminaba con claridad un paisaje que jamás podrían olvidar. Si pensaban que Granada era grande, lo de Barcelona simplemente era imposible de imaginar. Por todas partes veían carros tirados por caballos que ensuciaban las calles, coches que se abrían paso a bocinazos, edificios enormes llenos de ventanas y balcones, árboles en medio del asfalto y gente, gente, gente donde quiera que miraran. Encarna y María miraban boquiabiertas a las mujeres que pasaban por su lado. Algunas vestían como ellas, o casi, pero había otras que llevaban elegantes vestidos de brillantes colores, collares de perlas redondas y perfectas y sombreros con flores o plumas que oscilaban en la brisa de la tarde, con sombrillas de encajes, guantes de suave piel y botines de charol negro. Nunca habían visto nada igual, se sintieron fuera de lugar con sus ropas arrugadas, llenas de polvo, remendadas hasta la saciedad. Encarna se tocó el pelo, colocando un rizo rebelde en su lugar otra vez. Se veía vieja, estropeada y fea, infinitamente fea...

Ella jamás había ido más lejos del pueblo de al lado suyo y, francamente, tampoco pudo apreciar grandes diferencias entre uno y otro. El mismo polvo, el mismo abandono en edificios y calles, el silencio que se dejaba caer y que acaba por aplastar el ánimo de personas y animales... Las mismas caras resignadas, quemadas por el sol que caía en verano y el frío más intenso de los meses invernales, el encogerse de hombros ante las desgracias y cerrar los ojos a los abusos de poder. Mientras caminaba tirando de Pedro y Antonio, que señalaban a gritos todo lo que veían y hasta estiraron las manos para rozar un coche aparcado en la calle, observó con disimulo las caras de los que con ellos se cruzaban. Los hombres andaban a la suya, algunos con bastones de fina madera y sombreros de fieltro negros o grises, pasaban por su lado casi sin verlos; eran, simplemente, unos emigrantes más... Los de su condición los miraban con atención, reconociendo en ellos su mismo recuerdo de años, meses o tan solo días atrás, así que les sonreían con timidez o se llevaban una mano a la gorra como saludo.

Las mujeres eran otro cantar. María vió a un grupo de señoras que vestían con tanto estilo como la señora del cortijo donde durante unos meses prestó servicio. Por su actitud, cualquiera hubiera dicho que la calle era suya; miraban alrededor con abierto desprecio, alguna se llevó un delicado pañuelo de encaje a la nariz al pasar por la puerta de una tienda de comestibles. Olía a cebollas y tomates y ella aspiró con ansia ese aroma, cerrando los ojos y volviendo, por un instante, al huertecillo que detrás de su casa habían cultivado con esmero. Sintió el calor de las lágrimas y respiró hondo, cuadrando los hombros. Al cruzarse con las señoras, la fuerza de la costumbre la hizo ponerse a un lado, inclinar la cabeza y murmurar “buenas tardes”, como lo hacía siempre. Ellas la miraron con horror y se marcharon sin mirar atrás. María se quedó mirándolas, la boca abierta y los ojos asombrados.

- Ni caso, chiquilla, que esas “señoras” son demasiado buenas hasta para hablarse a sí mismas... – le dijo una anciana vestida de negro que cargaba con una pesada bolsa de patatas.- Anda, que te vas a perder...

Echó a correr al darse cuenta de que los demás ni siquiera se habían dado cuenta de que les faltaba una pieza. Siguieron andando durante lo que le parecieron horas y horas, una calle y otra y otra; anchas, estrechas, con edificios altos, llenas de gente y de sonidos. Después de no sabría cuánto tiempo, desembocaron al patio de una construcción enorme, de piedra gris, de dos pisos de altura. En el tejado había cuatro o cinco chimeneas por las que salía un humo oscuro que olía extraño. Muchas personas andaban por allí; algunos llevaban unos carros de madera cargados de botellas de cristal verde y otros hacían rodar toneles por los adoquines. Casi nadie les prestaba atención, todos parecían tener cosas mucho más importantes que hacer que interesarse por ese grupo de gente que arrastraba maletas y bultos. Quimet les explicó que aquella fábrica embotellaba el vino que él traía en su carro, que hacía dos o tres viajes cada semana cuando el mosto ya había sido preparado y allí, en unas bodegas que estaban varios metros bajo tierra, lo metían dentro de las botellas que habían visto cargar y las almacenaban hasta que madurara. Hacían vinos de varias categorías, desde líquidos que eran puro fuego al tragarlo hasta caldos de fino sabor y delicado aroma.
- Los primeros sólo los consumen la gente pobre, nosotros.- Les contaba Quimet, que iba saludando con la cabeza según avanzaban por el patio. A María y Francisco les hacía mucha gracia su acento; marcaba mucho las eles y las vocales sonaban raras, como poco definidas.- Los otros ya son para la gente rica, que quieren lo mejor en su mesa. Son muy caros y pobre del que rompe una botella al transportarlas... Adeu, Manel!!!

Al final llegaron a una nave donde había varios carros; algunos acaban de llegar, otros estaban siendo descargados y dos o tres ya estaban vacíos. Olía a caballo, a fruta madura y por todas partes volaban las moscas. María miraba a su alrededor, asombrada de ver tanta actividad en un espacio cerrado. En su pueblo, ni siquiera en la época de la cosecha había tanto movimiento...

- Bueno, ya estamos aquí.- dijo Quimet. Estaba parado al lado de un carro muy usado, que quizás algún día debió ser rojo a juzgar por los escasos restos de pintura que aún le quedaba.- Roberto, José y yo iremos en el pescante, llevando los caballos. Los niños pequeños mejor que se sienten con usted, Encarna, en el fondo de la caja. Francisco y... ¿María, verdad?, vosotros justo aquí pero sin acercaros al borde, no sea que se rompa el cerrojo y os caigais. Los bultos, a este lado...

Quimet se subió al carro de un salto ágil, se quitó la gorra y le fueron dando los paquetes. Luego ayudó a subir a Encarna y a los niños y, después de asegurarse de que estaban todo lo cómodos que era posible, volvió a bajar. José y Roberto ya estaban sentados delante y en cuanto ocupó su lugar, a las riendas de los dos caballos de tiro, emprendieron la marcha.

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