LA VIDA NO SE MIDE POR LAS VECES QUE RESPIRAS, SINO POR AQUELLOS MOMENTOS QUE TE DEJAN SIN ALIENTO.

PIERDE EL MIEDO, DA UN PASO ADELANTE...

martes, 22 de enero de 2008

MARTES, 22-01-08 (La historia de María/9)

María me llevó de paseo una mañana de finales de agosto. El cielo se había levantado gris y una nubes blancas, que parecían de algodón, no dejaban de crecer tras las montañas. Hacía un poco de viento pero el calor no bajaba; mientras caminábamos por las Ramblas, esquivando niños en bicicleta y futuros futbolistas, se secó el sudor de la frente con el inefable pañuelo de papel, quejándose por lo bajini de lo lejos que está todo y lo vieja que se ha puesto. Cogida de mi brazo, me contó dónde íbamos.

- Es que me he enterado de que van a hacer un bloque de pisos allí donde estaba mi casa. Todavía está en pie, no sé cómo no se ha caído de puro vieja... Como sea, me gustaría verla por última vez antes de que la tiren al suelo. Hace mucho que no voy por allí y creía que no estaba tan lejos...- Resopló y mientras volvía a secarse la cara.- Anda, siéntate un rato conmigo en ese banco, a ver si recupero el aire...


- Siéntate tú, María; yo voy a buscarte una botella de agua. ¿O quieres otra cosa?- Le dije, con picardía; en medio de la Rambla hay un puesto de helados y sabía que le encantan los de vainilla y chocolate.- ¿Una limonada... un helado quizás?

Durante un momento fingió dudar qué escoger; luego me dijo que el agua estaba bien pero, antes de que me dé la vuelta, cambió de opinión.

- No, mira, mejor un helado. Uno de esos de galleta, que llevan barquillo. ¿Sabes los que te digo?

- Sí, un cornete. ¿De qué lo quieres?- Sonreí, esperando su respuesta. Como siempre, primero me diría que de lo que yo quiera le va bien y luego dirá lo que de verdad quiere. ¡Le gusta tanto dar vueltas!

- Ay, Alex, hija, no sé. De lo que tú quieras. Tengo buena boca, me gusta todo. Pero ya que insistes, de vainilla y chocolate.- Sonrió, satisfecha. - Con avellanas o con almendras por encima.

- Marchando un cornete de vainilla y chocolate, con almendras o avellanas por encima. - Le dejé mi bolso para que lo vigilara; ella lo colocó sobre las piernas y lo cogió con las dos manos; luego miró alrededor buscando algún ladronzuelo potencial y, como no encontró a nadie lo suficientemente sospechoso, me miró y relajó los hombros. - Cuida mi bolso, que tu monedero también está dentro. Vengo enseguida, ¡no te vayas sin mí!
Asintió y yo me marché a cumplir el encargo. En el kiosco había cola; madres que peleaban con sus hijos porque querian el helado más grande del cartel anunciador; adolescentes languidas que mascaban chicle, soltando risitas tontas cuando algún chiquillo les decía algo medianamente halagador y una pareja que se miraba a los ojos, ajenos al movimiento del mundo, seguros de ser los únicos conocedores del amor verdadero. Mientras esperaba mi turno, sentí una punzada de envidia, que tal y como ha vino desapareció.

Desde mi observatorio privilegiado, vi a María en el banco, abanicándose con garbo. Algunas mujeres se paraban a saludarla, casi todas de su misma edad o, cuando menos, cercana a ella. María sonreía, gesticulaba con las manos y movía la cabeza enérgicamente, para dar fuerza a sus palabras.

Cuando por fin me tocó, pedí su helado y mi granizado de limón, pagué y volví al banco sin demasiada prisa. Sentada al lado de María había una mujer que me era vagamente conocida, pero no conseguí ubicarla hasta que estuve prácticamente encima. Era la hija pequeña, la que vive al final de las Ramblas. Aurora tenía los mismas ojos que su madre, vivos y oscuros, y en la comisura de los labios leves arrugas que se hacían más profundas al sonreír. Era la única que no conocía. Ese verano había estado de viaje y había regresado la noche anterior, sin tiempo para pasar por casa de su madre.

- ¡Alex, qué casualidad!- me dijo María, que tiene la mano derecha de su hija entre las suyas. Estaba tan contenta de verla que se hasta se olvidó del helado.- Esta es Aurora, la viajera. Ahora ya los conoces a todos. ¿Verdad que es guapa? Es la que más se parece a mí...

- Mama, por Dios, ¿es que no vas a cambiar nunca?.- Se puso de pie y me dio un leve abrazo y dos besos en las mejillas. - Sigue empeñada en ponerme en ridículo delante de todo el mundo.- Le dio un pellizco cariñoso a su madre en la barbilla y se sentó de nuevo, dejándome un sitio a su lado.- Me alegro de conocerte por fin, mi madre me ha hablado mucho de ti y mis hermanos también.

- Espero que le hayan contado cosas buenas.- Le dije mientras tiendo el helado a María, que lo cogió con cuidado, le quitó el papel de la envoltura y se olvidó de que estamos allí.- Su madre es una mujer fantástica, me parece que no conocía a nadie como ella. Está siendo un verano increíble.

- Nada de "usted", tutéame. La verdad es que no me cuenta más que maravillas: que vas a verla a su casa, que la acompañas al mercado y hasta la has llevado al cine... La veo muy contenta. ¿No te molesta pasar tanto tiempo con ella? La conozco y a veces se puede poner muy pesada... Sobre todo cuando se le lleva la contraria. ¡Es terca como una mula!

- Calla, calla, a la que me descuido te pones a criticarme. - María se puso en pie, con mi bolso colgando del hueco del codo y el helado en la mano.- Anda, que ya he descansado bastante. Vamos a ver mi antigua casa. Aurora, tú también te vienes.

- ¿Esa casona todavía está entera? Pues es como para creer en los milagros. - María la miró ofendida, le molesta mucho que la gente haga bromitas con el tema de la religión.- No, yo no tengo ganas. Mejor me voy a casa, os preparo una buena paella y gazpacho bien fresquito, para cuando volváis de la caminata.

- He dicho que te vienes y te vienes. Hala, vamos...- Y enfiló la Rambla abajo, sin hacernos ni caso. Su palabra es ley y está demasiado acostumbrada a hacer siempre su santa voluntad. Aurora y yo nos miramos y, sabiendo que no hay nada más que hacer, la seguimos.

Las nubes seguían creciendo y el leve instante en que el sol se abrió paso entre ellas, quemaba. Los pájaros estaban inquietos. Esta tarde, a última hora, hubo tormenta y todos agradecimos la lluvia. Hacía falta que se limpiara el ambiente, había polvo de décadas suspendido en el aire.
Caminamos durante una media hora más y, casi donde ya ni el pueblo se puede llamar pueblo, María nos señaló un pedazo de tierra descuidada delante de una casona de piedra vieja. Tenía hundida una parte del techo y las ventanas no eran más que agujeros que nos miraban sin vernos. Ninguna de las tres abrió la boca. Disimuladamente miré a María y vi que apretaba en su mano el pañuelo de papel, la boca apretada en una fina línea y los ojos fijos en el frente. Había visto antes esa expresión en su rostro, es la misma que ponía cuando luchaba contra la emoción o el enfado. Supe que está triste y me arrepentí de no haber sido capaz de convencerla para no ir. De todas maneras, sacarle una idea de la cabeza es una labor titánica que no siempre llegaba a buen fin.

- Madre mía... - la oigo susurrar, luego se vuelve a hacer el silencio.- No me puedo creer que todavía quede siquiera una pared, qué me iba yo a imaginar que estuviera tan entera después de tantos años y...

La voz se le quebró en un sollozo leve y entre nosotras el aire se detuvo. Aurora había pasado el brazo derecho sobre los hombros de su madre; tenía los ojos empañados. Unos minutos después, no sabría decir cuántos, suspiró, le dio un beso a su madre en la sien y dijo que lo mejor era irse. Aquí no hay más que fantasmas, dijo, fantasmas, soledad y polvo.
Hicimos el camino de vuelta en silencio, lentamente. Yo pensaba en mi casa, en la casa de mi infancia, y me preguntaba qué sentiría si al cabo de muchos años volviera a verla a punto de derruir, convertida en una cáscara vacía que se aferraba a la tierra como si todavía tuviera algo que contar y no me gustó la sensación. Aún así, sabía que ni por casualidad me acercaba al torrente de sentimientos que Aurora y, sobre todo, María habían tenido al contemplar aquellas piedras gastadas por años de vientos y lluvias...

Mjo

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