LA VIDA NO SE MIDE POR LAS VECES QUE RESPIRAS, SINO POR AQUELLOS MOMENTOS QUE TE DEJAN SIN ALIENTO.

PIERDE EL MIEDO, DA UN PASO ADELANTE...

miércoles, 16 de enero de 2008

MIERCOLES, 16-01-08 (La historia de María/8)

Del viaje en tren, María sólo recuerda las largas horas encerrados en un vagón de madera, viendo pasar campos y pueblos al otro lado del cristal. Tenía la sensación de que no iban a llegar jamás, que el tiempo se quedó parado en el mismo momento en que el tren echó a andar. Sus hermanos pequeños a ratos lloraban, a ratos dormían y a ratos correteaban, molestando al resto de viajeros, primero los dos solos y luego seguidos por una retahíla de niños gritones en pantalón corto y camisa remendada y vuelta a remendar. Se caían, se pegaban, lloraban y pataleaban, pero al poco volvían a ser amigos, como si se conocieran de siempre, ajenos a la mirada de miedo e incertidumbre que los adultos intercambiaban. De vez en cuando venían a pararse a los pies de Encarna y preguntaban si faltaba mucho, que cuánto quedaba. Si el tren se paraba a recoger o dejar pasajeros, daban palmas y gritaban "¡Ya hemos llegado, ya hemos llegado!", con las caritas coloradas llenas de emoción. En cuanto el tren volvía a ponerse en marcha, la ilusión desaparecía, se miraban desconcertados y, durante unos segundos, parecían tan perdidos como los mayores. No les duraba mucho; antes de que el silencio se asentara, volvían a empezar sus juegos.

A mitad de viaje, o de lo que María creía que era un punto medio, Encarna sacó un pan redondo y dorado del canasto que cargaba en las rodillas desde que salieron del pueblo. Como por arte de magia, aparecieron un par de chorizos a medio curar, un buen trozo de tocino salado, una morcilla tierna, algunas lonchas de jamón y un botijo con agua del pozo, que todavía se conservaba fresca. Luego sacó, de un hatillo de ropa blanca que había guardado bajo el asiento, varias peras y manzanas coloradas y hasta higos chumbos, maduros y jugosos. Llamó a todos sus hijos, les colocó un pañuelo limpio en el cuello y empezó a repartir la comida por orden de edad. Primero José, que para eso era el padre, luego Francisco, María, Pedro, Antonio y, por último, ella se quedó con una pequeña porción de pan y tocino. El resto volvió a guardarlo cuidadosamente en el canasto, para la noche.

Encarna sentía que cada bocado era un pedacito de su pueblo, de su vida y sus recuerdos, que cada vez quedaban más lejos, a sus espaldas. Le costaba tragar y sus ojos se llenaron de lágrimas, que intentó contener parpadeando rápido. José se dio cuenta, estiró la mano izquierda y le rozó la mejilla con una ternura que casi había olvidado. Ella sonrió por primera vez desde que perdieron de vista el campanario de la iglesia.

- Todo va a ir bien, ya lo verás, mi amor.- Le dijo al oído y le besó la frente. - Confía en mí...

- Ya lo hago, José; me he venido detrás de ti, sin dudarlo.- Encarna le cogió la mano y apretó fuerte. Seguía sonriendo, aunque una lágrima se derramaba por su rostro, solitaria. Nunca antes había estado tan hermosa; nunca antes la había querido tanto.- Es solo que no puedo evitar tener miedo. Quiero llegar de una vez pero, al mismo tiempo, quiero dar la vuelta. No sé que nos espera y eso me asusta... ¿Crees que soy una cobarde?

- Ni hablar, mujer. Un cobarde se habría quedado en el pueblo, luchando contra la miseria y viendo como perdía la batalla día tras día. Un cobarde no le habría plantado cara a su destino, sino que habría agachado la cabeza para recibir mejor el próximo golpe. Los cobardes se quedan allí, porque es más fácil sentarse en el tranco de la puerta y decir que es ley de vida que salir a los caminos a buscar tu suerte. Nosotros nos hemos ido, nosotros peleamos de frente y ya verás como las cosas nos van a ir mejor de lo que esperamos. Lo siento en el corazón, lo siento bien adentro...

- Pues entonces no hay más que decir. Si tú lo dices, yo te creo. - Encarna se secó los ojos con un pañuelo bordado que sacó de la manga del vestido azul que llevaba.- Y ahora dile a tus niños que hagan el favor de venir a sentarse de una vez, que están volviendo locos a todos. Nos van a echar del tren y a ver qué hacemos entonces... Si hasta tu tío se ha ido a otro vagón, ¡por perderlos de vista un rato! Destrozan a cualquiera...


mjo

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