LA VIDA NO SE MIDE POR LAS VECES QUE RESPIRAS, SINO POR AQUELLOS MOMENTOS QUE TE DEJAN SIN ALIENTO.

PIERDE EL MIEDO, DA UN PASO ADELANTE...

miércoles, 9 de enero de 2008

MIERCOLES, 09-01-2008 (La historia de María/7)

María recuerda que la noche en que sus padres les dijeron que se iban a ir del pueblo sufrió una de sus pataletas, acabó de romper la silla que cojeaba y se fue corriendo a casa de su abuela. Se lo contó todo llorando como si la estuvieran matando y después se quedó allí, de pie en medio de la cocina (olía a tocino frito, qué delicia, me decía), viendo como a su abuela se le iba un color y le venía otro. Luego Francisca se echó una mantilla sobre los hombros y la agarró de la mano. La llevó a rastras todo el camino hasta su casa, sin dejar de echar pestes de su padre y de toda su maldita familia; entró como una tromba en la casita y se encaró con su padre. María dice que allí plantada, completamente vestida de negro como un pajarraco de mal agüero, parecía un ángel vengador y no dejaba de gritar y señalar con el dedo acusador.

- ¿Qué es eso de que te vas y te llevas a mi hija y mis nietos? ¿A santo de qué viene uno de tus andrajosos parientes a deciros lo que tenéis y no tenéis que hacer? ¿A quién le has pedido tú permiso, desgraciado?- Tenía la cara contraída y enrojecida por la rabia, la respiración agitada por la caminata y el moño medio desecho.- Estos no se mueven de aquí así me cueste a mí la vida, que para eso la he parido a ella y los niños son sangre de mi sangre. Se quedan conmigo y no hay más que decir, ¿te enteras?

- Madre, mire que... - Encarna no pudo acabar la frase porque un bofetón la calló de golpe. Todos se quedaron paralizados, con una mezcla extraña de miedo y asombro que no les permitía ni parpadear. María se mordió los labios; empezaba a darse cuenta que ir a buscar a su abuela no había sido tan buena idea.

- Ni madre, ni padre, ni Dios que se plante por delante: os quedáis aquí. Tú, mal nacido, puedes coger el portante y desaparecer. Eso es lo que tenías que haber hecho desde el principio. - Se acercó hasta José, amenazando con un dedo rígido, la cara lívida. Tenía que levantar la cabeza porque era, como muy poco, un palmo más bajita, pero lo mismo parecía un gallo de corral a punto de atacar al nuevo miembro de la familia.- Eso tendría que haber hecho, echarte de este pueblo a patadas cuando tuve la oportunidad. Pero no, me callé pensando que te irías por donde habías venido antes de darnos cuenta, hablé con el cura para que te dejara dormir en la rectoría, te llevé sopa caliente la primera noche. ¡Te cuidé las heridas que traías y ya ves cómo me lo has pagado! Mi hija se queda aquí y los niños también. Ya los sacaré yo adelante, te lo juro por Dios.


Acabó la frase santiguándose. Nadie se atrevió a respirar siquiera, y de fondo se escuchaban solamente los sollozos entrecortados de Encarna. José se dio cuenta de que su mujer estaba sangrando por la comisura de los labios, sangre roja y espesa que le nubló la vista y le dio fuerzas para enfrentarse a esa suegra venenosa que se la tenía jurada desde el día que traspasó el umbral de su puerta, más muerto que vivo, para pedir el permiso para poder cortejar a su hija. Entonces, tal y como ahora, Francisca le había hablado como a un perro, negando toda posibilidad de que ese hecho pudiera producirse, y se río de sus orígenes, de toda su familia; le dijo que no tenía futuro en ninguna parte, que toda su vida sería un muerto de hambre, vagando de aquí para allá sin más posesiones que el aire que respiraba y sus locos ideales; le gritó que Encarna era demasiado mujer, demasiado valiosa para que sus manos de campesino ignorante la tocaran. Le dijo mil millones de cosas que se clavaron como agujas en su orgullo pero, al mismo tiempo, le hicieron más fuerte. Nada de lo que escuchó aquella lejana tarde le importó. Sabía que Encarna le quería, que compartían un sentimiento intenso y verdadero, así que le propuso fugarse durante dos o tres noches, para volver después al pueblo. Los dos sabían que les obligarían a casarse "por su mala cabeza, para salvar el honor de Encarna y dar legitimidad al fruto del pecado", aunque José había prometido que no la tocaría ni por casualidad. No se equivocaron, y no les alcanzaba la vida para saborear la dicha de estar juntos cada día, en lo bueno y en lo malo, como juraron ante el cura.

José apartó a su suegra de un empujón, cogió a Encarna y la sentó en una silla. Luego salió al patio y regresó con un cubo lleno de agua fresca, recién sacada del pozo. Mojó un pañuelo limpio que encontró en un cajón y limpió la cara de su mujer. Un feo moratón empezaba a oscurecerle el rostro y el labio inferior estaba muy hinchado. El bofetón se lo había partido y no podía hacer mucho más que mandar a llamar a Don Manuel, el médico, para que le cerrara la herida y le diera algún calmante. Estaba en un estado tal de nerviosismo que ya sabía que la socorrida tila no iba a hacerle ningún efecto. Envió a Pedro a buscarlo, y después de mojar una vez más el pañuelo y ponérselo en la boca, sonriendo para tranquilizarla un poco, se enfrentó a Francisca. Tenía un torbellino de reproches y frases hirientes en la cabeza, pero no sabía por dónde empezar. Respiró hondo y mirándola a los ojos, habló sin prisa, en tono frío, sin gritarle.

- Ahora sí que quiere cuidar de ellos, ¿verdad? Cuando le ve las orejas al lobo, echa a correr para poner a salvo lo que hasta hace una hora no le importaba un pimiento... Me los llevo conmigo, son mi familia; Encarna es mi mujer aunque a usted le duela. Los niños son mis hijos y se van detrás de mí donde yo decida llevarlos. Y ni usted, ni nadie en este mundo, lo va a impedir ¿lo ha oído? ¿Dónde estaba su preocupación cuando íbamos a pedirle ayuda, cuando Encarna casi se me muere por el aborto, cuando me llevaron preso y ellos se quedaron solos sin saber qué iba a pasarles?- Se calló, sintiendo el corazón latiendo a mil por hora. De repente, descubrió que no había más que decir, que en una sola frase podría resumir todo su desprecio y su odio.- Fuera de aquí, no es digna de entrar en nuestra casa. Váyase y no vuelva más. De todas maneras, haga lo que haga para evitarlo, nos vamos de este pueblo de mala muerte de aquí en tres días. Aprenda a vivir con su parte de culpa, que nosotros ya arrastramos la nuestra.

Francisca simplemente se quedó con la boca abierta, sin creerse que nadie y mucho menos José, se hubiera atrevido a hablarle en ese tono. Jamás, en los cuarenta y dos años que tenía, se había enfrentado a nadie capaz de plantarle cara. En su casa era ella quien llevaba los pantalones; ella tomaba decisiones, para bien o para mal, y consideraba que no tenía nada de lo que arrepentirse. Si alguna vez alguien resultaba perjudicado, se contentaba con encogerse de hombros, mirar hacia otro lado y confesarse con don Julián, el cura del pueblo, que invariablemente la absolvía. Tres rosarios, diez Ave María y otros tantos Padres Nuestros y vuelta a empezar. Buscaba palabras para escupirlas a la cara de esa piedra en el zapato de su tranquila existencia, pero no era capaz de encontrarlas. La voz de Encarna rompió el silencio, leve y temblorosa.

- Madre... Váyase, por favor, que ya ha hecho bastante por empeorar las cosas. - Estaba pálida, la blusa blanca manchada de sangre, los ojos infinitamente tristes y, al mismo tiempo, decididos.- No quiero su ayuda, no la necesito.Ya no la necesitamos. Váyase y déjenos en paz, de una vez por todas.


Francisca la miró fijamente, pero no conseguía reconocer a su hija en aquella mujer vestida con una bata deslucida, manchada con la sangre que seguía saliendo de su labio, atendida por María mientras Francisco consolaba al pequeño Antonio, que lloraba asustado por el jaleo. Sabía que se le había ido la mano, que esta vez había perdido la partida pero iba a luchar hasta que no quedará más remedio que reconocer la derrota. Encarna era su hija más querida, la única que siempre le había dado motivos para estar orgullosa. Desde bien pequeña fue una hermosura, estaba segura de que conseguiría hacer un matrimonio ventajoso que pusiera a toda la familia en un nivel mucho más alto que los demás, pero fue a enamorarse de un don nadie, de un hombre que no tenía más posesiones que el aire que respiraba y el cielo sobre su cabeza pero que, extrañamente, no parecía necesitar más. Se opuso a esa relación con todas sus fuerzas y, cuando fue evidente que no habría manera de separarlos, recurrió a sus amistades para que le ayudaran. Nadie se prestó a su juego, porque José se había ganado el cariño de la gente en muy poco tiempo, con su honradez y sinceridad. Déjalos, le decían, ¿no te das cuenta de que se quieren de verdad y que a tu hija no le va a faltar de nada?, déjalos que sean felices. Pero ella siguió empeñada en arruinar su relación. No les perdonarían jamás la deshonra de tener que casar a su hija a toda prisa; las miradas de desprecio y los murmullos de la gente se grabaron a fuego en su memoria, destruyendo cualquier posibilidad de reconciliación. José se convirtió en su yerno contra su voluntad, y ella se juró no hacerle la vida fácil aunque para conseguir su objetivo tuviera que arrastrar a su hija a la miseria y la tristeza. Habían pasado quince años, ¿o eran ya dieciséis? Y su odio seguía tan vivo como el primer día.

Mientras buscaba palabras para convencer a su hija de que se quedara, Don Manuel apareció con su maletín negro. No necesitó más que un leve vistazo para hacerse a la idea de lo que había pasado. Se dirigió directamente hasta Encarna y le examinó el rostro con atención.


- José, por favor, ¿me puedes poner otro candil en la mesa? Me hago viejo y necesito un poco más de luz, gracias. Francisco, necesito un buen cubo de agua del pozo; cuando lo hayas sacado me pones la mitad en una olla a cocer y la otra me la traes. María, tú que seguro sabes dónde guarda tu madre los paños limpios, anda y tráeme un par para mojarlos y ponérselos en la cara, que no se le hinche más. Ah, y dale a tus hermanos pequeños estos caramelos que encontré por casa. No se me olvida lo que le gustan...
De un plumazo y mientras sacaba sus potingues e instrumentos médicos, Don Manuel puso a todo el mundo en danza para que nadie tuviera tiempo de pensar en más reproches. A la luz de las cinco velas, fue abriendo botes, desenrollando vendas, sacando hilo y agujas, mientras Encarna le observaba con los ojos muy abiertos, asustados y llorosos.


-¿Me va a doler, Don Manuel?- preguntó con un hilillo de voz.

- Bueno, hija mía, ya sabes que todo lo que escuece cura, pero vamos a intentar que dure poquito... Con el agua fría se te dormirá un poco la cara, así no lo notarás tanto. Será sólo un momento, ya lo verás. - Puso una aguja a calentar a la llama de la vela, hasta que estuvo al rojo vivo.- Así la desinfecto, para que no haya ningún problema de más. Gracias, María.

Don Manuel cogió el paño blanco y lo sumergió en el agua hervida que Francisco había traído. Con mucho cuidado, lo pasó por la cara de Encarna para limpiar todo rastro de sangre; después mojó el otro en el agua fría y le dijo que lo mantuviera durante unos minutos sobre la herida. En medio del silencio, procedió a enhebrar la aguja para poder suturar el corte, sintiendo seis pares de ojos fijos en cada uno de sus movimientos. Su pulso tembló levemente, respiró hondo y, finalmente, acertó. Ajustó las gafas sobre el puente de la nariz y sonrió para dar ánimos a Encarna, que le observaba aterrorizada. Se concentró en su trabajo y antes de darse cuenta, había terminado.

- Te has portado como una auténtica campeona, de verdad que sí. - Dio una palmadita en la mano de Encarna, que seguía agarrando su mandil como si fuera su única amarradera en la vida.- Ahora te vas a tomar esta pastilla que es para el dolor y para que no se te infecte la herida, y te voy a dejar unas pocas aquí, para que te tomes una cada seis horas. - Empezó a recoger su instrumental y a retirar los trapos ensangrentados de la vista de los niños.- Procura no mojarla, que esté lo más limpia posible de polvo; mira, te dejo también algunas gasas para que te lo tapes ¿de acuerdo? Y te acuestas, que necesitas descansar. Que te preparen una tila, bien azucarada, pero no te la tomes muy caliente que tienes toda la boca muy sensible. No soy dentista pero me parece que tienes algún diente suelto; habría que mirarlo bien. Intenta no hacer demasiadas cosas mañana y no te olvides de tomarte las pastillas.


Encarna asentía despacio a todas las frases, conteniendo las lágrimas que no había soltado mientras la cosían. No iba a dejar que su madre viera el dolor que le había causado. A su espalda, María trajinaba con las ollas y la tila, rezando para que su mundo dejara de dar vueltas. En cuanto Don Manuel dio la primera puntada, su estómago empezó a moverse arriba y abajo, y no acertaba a averiguar cómo no había vomitado las lentejas de la cena. Además, la culpa la estaba matando. Quizás por primera vez era capaz de ver a qué extremos podía llegar la rabia humana cuando el odio y el despecho se mezclaban. No podía olvidar que su madre estaba tumbada en la cama, un paño mojado sobre el rostro, porque ella había ido donde su abuela con el cuento y eso le dolía en el alma. Le costaba apartar la mirada del suelo y estaba segura de que, más temprano que tarde, le iba a caer una buena por lo que había hecho y tendría que aceptar el castigo sin abrir la boca. Casi temblando, escuchó como su padre le pedía al médico que aceptara el dinero que se había ganado y como éste, al igual que siempre, lo rechazaba.


- Ni escuché la puerta cerrarse, tan preocupada estaba imaginando lo que me iba a pasar, que casi me muero cuando me puso la mano en el hombro. Se me fue un respingo y el corazón empezó a latirme a mil por hora, ¡parecía que se me iba a salir por la boca! Esperaba el bofetón pero sólo me acarició la cabeza y me mandó a la cama. - María se encogió de hombros, todavía asombrada.- Me di cuenta entonces de que mis hermanos ya no estaban allí, debían estar acostados. Sólo quedaba mi padre, mi abuela parada en el mismo sitio y yo, retorciendo el trapo con las manos. Mi abuela y mi padre se miraban a los ojos y yo salí corriendo, sabiendo que iba a haber tormenta a no tardar mucho. Y no me equivocaba... Sin levantar la voz ni una mijita, se dijeron las verdades a la cara, midieron sus fuerzas y acabaron por darse por vencidos los dos. En una situación como aquella, no había ganador posible. Sé todo lo que hablaron porque... Eje, me quedé despierta detrás de la puerta, para enterarme de todo. De todas maneras, no era capaz de cerrar los ojos, ¿cómo iba a poder dormir? ¡Si estaba que botaba de nervios!


Francisca había aguantado la respiración durante largos segundos, segura de que había perdido a su hija para siempre. En silencio, los ojos fijos en la pared agrietada, maldijo una y otra vez su carácter impulsivo y autoritario. Nunca hasta ese momento había sido consciente de los sentimientos que despertaba en la gente. No siempre había sido así. Ella era capaz de recordar, si se esforzaba lo suficiente, una época de su vida en que era dulce y feliz, tenía amigos y se sentía querida por todo el mundo. Después... Cerró los ojos y hundió los hombros, apretando los puños hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Después vino Santiago, Santiago López, con el pelo y los ojos más negros que había visto jamás. Llegó una mañana al pueblo, vestido con un traje impecable y repartiendo sonrisas a diestro y siniestro. No hizo más que mirarlo una vez, pero fue más que suficiente como para que le robara el sueño por las noches y la paz del alma durante el día. Al principio pensó que ni siquiera se había enterado de que ella existía; al fin y al cabo, siempre había tenido los pies en la tierra y era consciente de que no era la belleza del pueblo, ni de lejos, pero sabía que tenía otras virtudes y que las tierras de su padre eran, por si mismas, un atractivo más que suficiente como para que los hombres la miraran con atención.

Un domingo por la mañana, a la salida de misa de doce, Francisca se encontró con Santiago y su inmensa sonrisa, vio con asombro que la saludaba con el sombrero y escuchó su voz profunda pidiéndole permiso para acompañarla hasta su casa. Ella sintió las mejillas arder y sólo acertó a asentir con la cabeza. Fue la primera vez, y los domingos siguientes el ritual se repitió. La imagen de la pareja, vigilada de cerca por la vieja sirvienta, se hizo familiar en el pueblo y la gente dejó de prestarles atención. Al cabo de dos o tres meses, Santiago fue recibido en la casa como invitado de honor en la comida de Navidad y, a finales de febrero, pidió la mano de Francisca que, para entonces, ya estaba perdidamente enamorada de aquel hombre que era capaz de encender sus sentidos con la más leve caricia, que le hablaba en susurros de cosas que, evidentemente, eran pecado pero que parecían deliciosas y que le prometía amor y fidelidad para el resto de sus vidas. El padre de Francisca, Eustaquio, no estaba demasiado convencido pero Santiago parecía tan sincero y su hija caminaba flotando sobre el suelo, así que dio su consentimiento y fijaron la fecha de la boda para el mes de julio. Francisca creía que iba a estallar de felicidad; cada día traía una novedad excitante. El tiempo que no gastaba en bordar sus sábanas, toallas y prendas interiores, lo perdía paseando con Santiago para que todo el mundo viera lo feliz que era y, para qué negarlo, para poner verdes de envidia a todas las chicas que habían suspirado por su futuro marido. Era como atormentar a un niño con un dulce, pasárselo por las narices una y otra vez, para después guardarlo en un bolsillo exclamando "¡es mío y sólo mío!"... Sabía que no estaba bien, pero le daba igual. Cuando se casaran iban a irse a la capital, lejos de toda esa gente sin educación, y no pensaba volver jamás.


A principios de mayo, cuando el tiempo empezó a mejorar y los días se alargaban, Santiago solía cenar en la casa y después tomaban el café en la terraza, a solas pero vigilados desde el salón por sus padres. A una hora prudencial, decente, le acompañaba hasta la puerta y allí se despedían con un casto beso en la mejilla. Una noche sin luna, un leve roce en los labios se convirtió en su primer beso de verdad. Al día siguiente, el beso fue más intenso; al siguiente, le acompañó un abrazo estrecho y al cabo de una semana, Santiago se atrevió a abrir sus labios con la lengua, ganándose un bofetón bien dado. Francisca se fue sin decirle buenas noches, hecha un mar de lágrimas, pero al día siguiente todo había sido olvidado y al llegar al portalón, fue ella la que se lanzó a sus brazos ansiosos por sentir más y más... Y claro, pasó lo que no tendría que haber pasado jamás. Santiago le dijo que no pasaba nada, puesto que se iban a casar en menos de un mes y nadie tenía por qué saberlo, ¿qué hay de malo en ello? Y ella le dijo que sí, que sí una y mil veces, que iba a ser su marido y que ese sería su secreto. Durante quince noches, Francisca saltaba por la ventana de su habitación y caminaba de puntillas hasta el pajar, al otro lado del patio, donde Santiago le esperaba con la camisa desabrochada y las manos llenas de caricias inventadas. Se despedían antes de que amaneciera, ansiosos de que llegara la noche para volver a verse. La noche antes de la boda no se vieron para no romper la tradición. "Ver a la novia antes de la boda trae mala suerte, mi amor, será sólo una noche", y así lo hicieron.


Aquel domingo soleado, Francisca esperó y esperó a Santiago. Vendrá, decía cada vez que alguien le preguntaba, vendrá ya mismo. Al pie del altar mayor, envuelta en tules y encajes de un blanco inmaculado, fue perdiendo color y sonrisa mirando la puerta de la iglesia hasta que no le quedó más remedio que reconocer que su novio deseado no iba a aparecer. Una lágrima, una lágrima solitaria se derramó por su mejilla y sin decir nada, dejó el ramo de rosas marchitas en el suelo, se arrancó el velo y se marchó pasillo adelante, sola e inmensamente triste, en medio del silencio de los invitados. Sus padres la seguían a distancia, esperando el momento en que se derrumbara. Al llegar al centro de la plaza, miró al cielo y se desmayó. Cuando despertó, a solas en su cama de señorita, sintió que la llenaba todo el odio del mundo y se prometió a sí misma no volver a amar a nadie, jamás, nunca jamás. Y cumplió con su promesa, empleando su fuerza de voluntad en no fallar. A finales de ese mismo año se casó con un don nadie al que pudo manejar a su antojo, le dio cuatro hijos de los cuales sobrevivieron dos, Encarna y Esteban, y cuando su marido murió al caer de un caballo simplemente se encogió de hombros. Lo enterró junto a sus dos hijos fallecidos en el centro del cementerio, les construyó un panteón digno de reyes y siguió adelante con su vida. Acabó convirtiéndose en una mujer legendaria, con un carácter de acero a la que no temblaba el pulso si tenía que denunciar, amenazar o arruinar. Le daba igual siempre que consiguiera su objetivo: salirse con la suya. Y a fe de Dios que lo consiguió con creces. Ya nadie recordaba a Santiago ni su desengaño, y ella tenía que esforzarse en reconocerse en aquella jovencita que murió al mismo tiempo que su amor, pero cuando José llegó al pueblo y Encarna se enamoró, toda la historia pasó por sus ojos en un instante y se propuso evitar que a su hija le pasara lo mismo. Buscó en José la misma dobles que en su amante desaparecido, le atribuyó los mismos pecados aún antes de que los cometiera. Se equivocó al juzgarlo pero, como siempre, se negó a reconocerlo y en vez de perdonar y olvidar, se puso a juntar odio y veneno para echarlo en el momento adecuado. Y el momento había llegado, por fin. Respiró hondo, se envolvió apretadamente en la mantilla bordada y habló, sin elevar la voz:

- Se van a quedar, digas tú lo que digas, y es mi última palabra. No hay más que hablar. - Empezó a andar hacia la puerta, segura de que había vuelto a ganar otra guerra. José se plantó en su camino, el rostro moreno serio como nunca antes.

- Sabe tan bien como yo que aquí no tiene nada que hacer, que es mi familia, mi familia,- recalcó las palabras con un golpe de puño en el pecho- y ni usted ni nadie puede evitar que nos vayamos. Es lo mejor para todos, para usted también. Una preocupación menos, si es que alguna vez le importaron en algo su hija y sus nietos. Salga de aquí, de una vez por todas, y no venga ni a despedirnos a la estación. La casa puede quedársela, es lo único de Encarna ha sacado de usted. Váyase, "madre".

José no pronunció la palabra: la mordió, la estrujó, la cubrió de desprecio y luego la dejó tirada a sus pies. Se dio media vuelta y empezó a apagar las velas, dejando claro que no había nada más que decir. Después se sentó en el borde de la cama, que crujió bajo su peso, se desnudó y se deslizó entre las sábanas blanqueadas al sol. Francisca se quedó allí, plantada en medio de la oscuridad, sin saber qué más podía hacer para herir a aquel hombre que le quitaba, por segunda vez, lo que más quería en su vida. Procurando no tropezar con los escasos muebles, se dirigió al hueco de la puerta, iluminado por la luna. Antes de cruzar el umbral, volvió la cara hacia el lugar por donde creía que estaban los esposos.

- Te arrepentirás de esto, desgraciado; te arrepentirás todo lo que de vida te queda. Te quedarás solo, sin nada, arrugado y triste, y te acordarás de este día. - Se besó el pulgar y luego escupió al suelo.- Por Dios que lo vas a pagar

.
Y se fue, cerrando de un portazo. En la casita se hizo el silencio, hasta que María pudo escuchar a su madre llorando. Con ese sonido y la voz de su padre consolándola en susurros, se quedó dormida. Seguramente, soñó con un futuro incierto.


Mjo

P.S. Por cierto ¡FELIZ AÑO 2008!!!!!

1 comentario:

Anónimo dijo...

Y todo eso has escrito en la libreta???,joooo...pues me alegro mucho!^^

Esta muy chulo, y la verdad es q es el yayo...estas plasmando muy bien como era.

Me gusta mucho, sigue asi!^^