LA VIDA NO SE MIDE POR LAS VECES QUE RESPIRAS, SINO POR AQUELLOS MOMENTOS QUE TE DEJAN SIN ALIENTO.

PIERDE EL MIEDO, DA UN PASO ADELANTE...

viernes, 19 de octubre de 2007

JUEVES, 18-10-07 (La historia de María/3)

María me dijo que cuando pasó aquello debía de correr el año treinta, más o menos. Estábamos sentadas en la salita de su casa, el espacio donde más hora pasaba, acompañada por la televisión o cosiendo. El piso era pequeño, antiguo pero bien cuidado, con paredes de un blanco impecable, adornado de cuadros de flores y fotografías de bodas, de sus hijos y sobrinos. En lugar preferente, un crucifijo de hierro forjado que había pertenecido a sus padres y era una de las pocas cosas que había podido conservar de ellos. Delante de un café con leche y roscos hechos en casa, buenísimos, me iba desgranando sus memorias mientras en la calle brillaba el sol. La primavera por fin había llegado, cubriendo los árboles de flores nuevas que lanzaban al aire sus aromas.
En aquella época, ella debía de tener unos ocho o nueves años y no tenía demasiados recuerdos claros. Sólo se acordaba del miedo a que su madre no volviera.


- De eso y de escuchar a mi padre llorando por la noche, cuando pensaba que todos estábamos durmiendo y le podíamos oír. Lo pasó muy mal los primeros días, porque mi madre había perdido mucha sangre y en aquellos tiempos no era tan fácil recibir transfusiones. Quita, quita, entonces lo que te decían era que comieras mucha carne roja y poco hecha; claro que... A ver quién podía permitirse el lujo de comprar eso. Patatas y garbanzos y habichuelas y chorizos si mi abuela estaba de buenas y nos traía algo, lo que pasaba pocas veces.

Poco después, el terrateniente dueño del cortijo donde sus padres trabajaban, él en los campos y ella al servicio de la gran casa, decidió que la tierra ya no daba tanto como antes y despidió, por supuesto sin indemnización alguna, a varios trabajadores. Curiosamente, contrató a unos temporeros de fuera de la provincia para cubrir los puestos libres, pagando sueldos más bajos y con la amenza constante del despido. Por aquel entonces ya había muchos problemas políticos, los comunistas y socialistas empezaban a hacer reivindicaciones en voz alta y chocaban abiertamente con el poder establecido por los propietarios de la tierra, los grandes industriales y la aristocracia. Históricamente, esos sectores siempre habían decicido qué se hacía, qué no se hacía y quién, sin que nadie pudiera decir nada en contra. Y aquel que lo hacía, ya sabía lo que le esperaba. Exclusión social, hambre, emigrar a otros lugares... Empezar de cer de nuevo no era fácil pero fueron muchas las familias que se vieron obligadas a hacerlo. Los destinos solían ser Madrid o Cataluña, sitios donde parecía haber más trabajo y facilidades para salir adelante. Los que así lo hacían escribían cartas llenas de nostalgia, contando maravillas que, en la mayoría de los casos, eran más producto de las ganas de disimular la verdad que reflejo de la realidad. Allí, como en todas partes, también había hambre y miseria. Menos, pero existía igual.

Encarna no se recuperó del todo de aquel aborto, su salud empeoró y cada día se le hacía más difícil mantener una familia de cuatro niños y dos adultos. La comida no alcanzaba y su orgullo le impedía ir a pedir ayuda a su madre. Francisca era una mujer alta y fuerte, acostumbrada a hacer su voluntad por encima de todos. Viuda desde hacía años, no toleraba que nadie le llevara la contraria y Encarna lo había hecho al casarse contra su mandado, pasó a ser poco más que una paria. Mientras su hija vivía como podía en una casita de tres estancias, ella regenaba la única pensión del pueblo, lucía joyas, buenos vestidos y pieles en invierno y presumía de tener amistades muy influyentes, al tiempo que hacía importantes contribuciones a la iglesia para salvar su alma.

- Buena falta le hacía - me dijo María una vez-. Mi abuela era una mujer ingrata, asqeada de la vida porque aunque tenía todas las comodidades y dineros que a nosotros nos faltaban, estaba sola. En el pueblo todo el mundo le guardaba el aire. Doña Francisca por aquí, Doña Francisca por allí, pero nadie la quería bien. Murió durante la postguerra, de fiebres malas. Hija, entonces agarrabas un resfriado y ya podías despedirte de la vida. Ahora, un sobrecito, una aspirina y arreando para el trabajo... Ni tanto ni tan poco, ¿no?

Cuando los terratenientes despedían a alguien, esa persona no tenía fácil volver a encontrar trabajo. Parecía que se corría la voz y se convertía en una especie de apestado. José se libró de bien poco, pero cada día le tocaba ver cómo echaban con cajas destempladas a varios amigos y compañeros sin explicación alguna. Sus ojos asombrados se le clavaban en la memoria y no podía pensar que era un aviso, pero por más vueltas que le daba no acertaba a saber qué le advertían. Mientras tanto, Francisco, el mayor de sus hijos, dejó el colegio para ponerse a vigilar una piara de cerdos. A cambio de pasarse todo el dia en el campo, a la interperie, lloviera o cayera un sol de justicia, coriendo detrás de unos animales tan tontos como caprichosos, le daban una hogaza de pan, un poco de embutido y algunas patatas. A veces, si el capataz estaba de buenas, hasta le dejaban unas perras en la mano, pero eso era tan poco frecuente y las cuentas pendietes tan grandes que desaparecían al momento, sin dejar rastro. Encarna se mordía los dientes de rabia cuando lo veía marcharse por la mañana, con apenas doce años. Odiaba la idea de obligarle a trabajar para ayudarles y fue peor todavía cuando María entró como doncella de la casa. Al principio sólo ayudaba en la cocina, lavando cacharros y limpiando el suelo, pero con el paso del tiempo acabó haciendo la comida, sirviendo la mesa cuando no había invitados, recogiendo las habitaciones, encargándose hasta de la colada. Cuando volvía por las noches, con sus pasos cortos y rápidos, Encarna la abrazaba y la cubría de besos. María dejaba en la mesa de madera oscura las ganancias del día, algo de dinero y comida cogida sin permiso. Su madre le regañaba siempre, pero ella peleaba diciendo que allí tenían de todo y tanto que difícilmente iban a echar de menos un par de huevos o un trozo de queso. Tenía las manos destrozadas por el jabón y la lejía pero ella prefería trabajar antes que estar en el colegio.

- Nunca tuve cabeza para los números y las letras; aprendí lo justo para que no me sisen en el mercado y poder leer las cartas que, de vez en cuando me llegan. Casi todo facturas; entre luz, agua, teléfono y tonterías se me va la pensión. Dónde vamos a ir a parar, qué precios... El dinero parece agua. Se me escapa entre los dedos.

En su casa se quedaban los dos pequeños, Pedro y Antonio, que pasaban las horas agarrados a las faldas de su madre o persiguiendo bichos que traían a casa cuando conseguían no matarlos. Por suerte casi siempre se les iba la mano. Lagartijas, gorriones y hasta las gallinas del corral sufrieron sus atenciones. De seis y cuatro años, eran una especie de terremoto conocidos por todos. María recordaba el día que Pedro se cayó en el corral de la burra, y se abrió la cabeza. Su madre casi se muere del susto al verle llegar en brazos de José, cubierto de sangre y llorando como un loco. Don Manuel tuvo que correr otra vez a la casita y después de darle unos cuantos puntos de sutura y recomendarle reposo, le regaló unos caramelos de fresa que repartió religiosamente entre todos sus hermanos. Francisco renunció a su parte para que los pequeños tuvieran más. Fue casi un día de fiesta.

Pronto la situación se hizo insostenible. Francisco cayó enfermo durante un invierno particularmente duro y cuando se recuperó se encontró con que su puesto había sido ocupado ya. Empezó a faltar de todo, en la tienda del pueblo ya no le fiaban y su abuela se desentendió de ellos. Ya te advertí, le dijo a Encarna, te avisé que te casabas con un don nadie y que pasarías hambre. Les cerró la puerta en las narices y se olvidó de ellos. En cambio, el hermano de Encarna se paseaba por las calles vestido de señorito, con trajes de buena factura y bastín con empuñadura de plata. Cada vez que se cruzaba con sus sobrinos les deslizaba alguna moneda en el bolsillo y les recomendaba que no dijeran nada a su abuela. Pero no era suficiente y el hecho de que en casi todas las casas se diera la misma situación no consolaba a nadie.

En las elecciones municipales de abril de 1931, la gente estaba más que harta de pasar penurias y decidieron dar un golpe de mano y cambiar el color del gobierno, a ver si así la cosa mejoraba. Ganó la izquierda en casi todas las ciudades, pero el sur siguió plantado en su sistema. Ganaron los de siempre pero con un estrecho margen que les dejaba pocas posibilidades de maniobrar. A partir de aquel momento, el país entró en una cadena de sucesos que acabó por poner patas arriba el delicado orden de las cosas que hasta entonces se había mantenido. Todos eran conscientes de la fragilidad de la política, donde unos ponían la zancadilla a los otros un día sí y al siguiente también. Sin embargo, nadie podía imaginarse que se llegaría hasta el extremo que llegó; nadie, ni las mentes más retorcidas, podría haber inventado semejante baño de sangre ni que pudiera durar tanto tiempo.

mjo

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