LA VIDA NO SE MIDE POR LAS VECES QUE RESPIRAS, SINO POR AQUELLOS MOMENTOS QUE TE DEJAN SIN ALIENTO.

PIERDE EL MIEDO, DA UN PASO ADELANTE...

miércoles, 17 de octubre de 2007

MARTES, 16-10-07 (La historia de María/2)


José se asomó a la ventana, cubierto con una manta gris, delgada, remendada y vuelta a remendar. Contempló la nieve qe cubría los campos y que seguía cayendo mansamente. El cielo estaba tapado por completo y la temperatura era muy baja. Mientras respiraba, nubes de vapor salían por su boca. Cerró los postigos, se tapó mejor con la manta y, frotándose las manos heladas, se sentó frente a la chimenea. Echó un tronco al fuego, calculando cuánto tiempo les duraría la leña que tenía almacenada. Ese año, el invierno se dejó caer mucho antes de lo que esperaba nadie y temía que sus reservas no fueran suficientes para los días que se avecinaban. Un sonido a sus espaldas le hizo volver la cabeza. Inmediatamente, sus ojos cambiaron, se llenaron de ternura en cuanto vio que Encarna seguía dormida. Era casi imposible que no estuviera ya levantada, revoloteando de un sitio a otro, poniendo la leche a calentar, el pan a tostar, metiendo prisa a los pequeños y regañando a los mayores... Hacía ya quince años que se habían casado, después de toda una odisea que hasta les obligó a escaparse juntos, y todavía le sorprendía esa increíble vitalidad que la tenía en danza desde que salía el sol hasta que oscurecía. Quiso despertarla con besos y caricias, como hacía al principio de su vida en común, pero se lo pensó mejor.


- Déjala que duerma, que aún no está bien del todo. Sigue estando pálida, tiene manchas oscuras debajo de los ojos y ya no se ríe tanto como antes.- Se puso en pie, dejó la manta sobre la banqueta y empezó a vestirse para salir a trabajar.- Ojalá pudiera evitarle toda la pena, yo podría aguantarla mejor que ella; es tan débil y, al mismo tiempo, tan fuerte...
Encarna había tenido un aborto que casi la despacha al otro mundo; iba a ser su quinto hijo y durante todo el embarazo había tenido muchos problemas. Debe guardar reposo, le decía el médico cada vez que se acercaba a la casita porque algún niño le llevaba el recado. Pero ella tenía la cabeza igual de dura que una mula y no hubo modo humano de que hiciera caso. Un día, hacía unos seis mese más o menos, estaba espigando y sintió un chorro caliente que mojaba sus piernas. Sólo al mirarse y ver que era sangre notó que dolor la partía en dos y, gritando, cayó de rodillas en el campo, sujetando su barriga. Mi hijo no, mi hijo no... Era lo único que decía. Don Manuel, el médico, dijo que la cosa estaba muy complicada, la metió en su coche y se la llevó a toda prisa a la capital. Ahora ese camino se recorre en apenas una hora pero hace tantos años debió de ser una odisea. José la miraba, pensaba que se le moría, que se le iba en sangre junto con ese niño y negociaba con Dios para se los llevara a los dos o sólo a él. Cuando llegaron al hospital, Encarna fue de cabeza al quirófano, donde pasó una noche infernal peleando por sobrevirir. La criatura debía de haber muerto algún tiempo antes, la tuvieron que abrir para poder sacarla y perdió mucha sangre.


Unos veinte días después, Encarna pudo dar algunos pasos por la sala común del hospital sin que el mundo girara a toda velocidad, cogida fuertemente del brazo de José, al tiempo que le rogaba que la sacara de allí porque no veía alrededor más que abandono, sufrimiento y muerte.

- Si pudieras verlo a todas horas como lo veo yo, seguro que ya te habrías ido corriendo, a rastras si no pudieras andar.- Hablaba muy bajito, para que las monjas no la escucharan.- A mí me tratan un poco mejor porque Don Manuel se encarga de que lo hagan, las controla y me controla a mí: lo que como, si me dan los medicamentos, que me cambien la ropa de la cama al menos cada tres o cuatro días... Ayer escuché a una de las enfermeras decirle a la superiora que yo debía de ser la querida del doctor. ¡Tú te crees, yo la querida de nadie! Tú, que me conoces mejor que yo misma, te puedes hacer a la idea de lo que me costó tragarme las palabras. Vamos que me tuve que morder la lengua hasta que casi me hice sangre.

- Encarna, Encarna... - José intentó regañarla pero las ganas de reír pudieron más. Sus carcajadas fuertes rebotaron en las paredes de la sala, haciendo que una monja, con cara de no haber sonreido en mchos años, frunciera todavía más el entrecejo.- Perdón, hermana, lo siento mucho.- Se alejaron un poco más, riendo por lo bajito los dos.- Tienes que tener paciencia, todavía no estás buena. No puede ser tan malo.

- Echo de menos a mis niños...- Encarna suspiró, apretando el brazo de José. En ese momento, él supo que no tardaría demasiado en salir de allí. ¿Qué excusa podía poner ante semejante declaración? También él la encontraba a faltar, la casita estaba extrañamente silenciosa, los niños lloraban por cualquier motivo, la comida no sabía igual, sentía su cama enorme y vacía. Le sonrió, acarició su rostro pálido y le prometió hablar con el médico.

- Te aseguro que si él me da permiso porque ya estás mejor, te llevaré a casa en brazos si hace falta. Pero sólo si estas recuperada, no quiero que me des otro susto así. Creí que te ibas y a ver qué hago yo si me dejas solo. A ver qué hacemos los niños y yo...- La abrazó con cuidado; estaba tan delgada que temía romperla. Con el pelo negro recogido en una trenza y aquel camisón blanco que las monjas le habían puesto, parecía un fantasma de otros tiempos.

Dos días más tarde, Encarna salió del hospital. Durante las casi cuatro horas que duró el viaje, sentada en el coche con Don Manuel, apenas fue capaz de decir una palabra. Respondía con monosílabas, la mirada clavada en el camino que la llevaba de regreso a su familia, prefuntando si faltaba mucho, cuándo iban a llegar. Don Manuel sonreía, apreciaba a aquella mujer porque había luchado por defender su amor ante su familia y a todos los que dijeron que no iba a durar, que estaba arruinando su vida por casarse con un don nadie, un zaparrastroso. A todos y cada uno de ellos les dió con la realidad en la cara: no conocía a nadie que fuera más feliz que ellos. Por eso no pudo contener las lágrimas cuando aparcó el vehículo delante de la modesta casita y casi antes de que el polvo hubiera acabado de asentarse, Encarna desapareció entre un enjambre de brazos y piernas infantiles, acariciando una carita alegre, besando una cabeza morena y achuchando a su marido... El médico se colocó el sombrero, dispuesto a marcharse para dejarles disfrutar del momento en la intimidad, pero antes de poner entrar en el coche, un ligero toque en el hombro hizo que se diera la vuelta. Se encontró con José, los ojos bailando alegres en medio de un rato de lágrimas. Le sonrió, esperando.

- Gracias, Don Manuel.- Nunca podré pagarle lo que ha hecho por mi mujer, por todos nosotros, pero si necesita algo ya sabe donde estamos. Nos ha devuelto la vida.- El médico estrechó la mano que José extendía, para acabar abrazándole. Cuando finalmente se fue, su mirada retuvo la imagen que el espejo retrovisor le ofrecía: cuatro niños entre diez y cinco años y dos adultos que entraban en una casa modesta. A veces, la vida podía ser tremendamente justa.

mjo

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